domenica 28 gennaio 2018

El escritorio en miniatura










Iba pensando en que era todo un lujo quedarse sola en casa, un sábado a las nueve de la mañana. Mi hijo, mientras cerraba la puerta, me dijo que tenía que ir a no sé dónde y mi marido acababa de salir para dar una vuelta en bici con sus amigos.
Desde que él dejó de trabajar, coincidiendo con la vuelta de nuestro hijo del extranjero, las cuatro paredes del salón-comedor, donde hacíamos vida, a menudo me parecían abarrotadas de gente, sobre todo en los días de lluviosos o fríos.
Nuestro piso era bastante pequeño, estaba ubicado en casco antiguo de la ciudad, en una de las calles estrechas tranquilas del barrio de Santa Croce, justo detrás de la basílica. Hasta que nuestros dos hijos no se fueron de casa vivíamos un poco apretados. A menudo por la mañana debíamos hacer cola para ir al cuarto de baño, por suerte casi nunca salíamos todos a la misma hora. Yo me levantaba temprano, incluso en los días que no debía madrugar. Mi marido al contrario iba a trabajar más tarde para poder disponer del aseo sin prisas, en fin a nuestra manera cada uno intentaba respetar los espacios comunes. Ya que todos salían, para ir al trabajo o al cole, de siete y media a ocho de la mañana y regresaban hacia las cinco de la tarde, el día en que yo empezaba a dar clases más tarde o terminaba temprano, tenía noventa metros cuadrados totalmente para mí.
Encendía la radio para escuchar un canal donde ponían música jazz y hablaban de literatura o de temas de actualidad. Llenaba una tetera de té verde y me disponía a trabajar, preparando clases, corrigiendo exámenes o leía una novela. Lo hacía en la mesa del comedor o en el sofá.
Ya desde pequeña adoraba leer libros ilustrados o hacer deberes. ¿Quién sabe por qué? No tenía ningún modelo en casa, en mi familia nadie tenía la costumbre de leer. Tuve que irme a vivir al extranjero para descubrir que mi mamá se deleitaba escribiendo cartas. Cada semana me llegaba un sobre rosa o azul claro, con dentro una hoja del mismo color escrita con una caligrafía muy bonita. En una de sus cartas me contó que cuando era joven se escondía para leer libros de amor, ya que la abuela al acostarse le hacía apagar la luz de la mesita de noche, luego de casada tuvo que cuidarnos a nosotros, los hijos, quienes le dábamos bastante guerra, por eso dejó de apasionarse por las novelas de amor.
En inverno ya que el caserón familiar era muy frío, me sentaba cerca de la estufa de leña que calentaba toda la cocina. Cogía dos sillas, una pequeña de madera blanca y paja y otra grande que hacía de mesa, donde abría un libro y un cuaderno. Era mi escritorio en miniatura.
Oía las conversaciones de los mayores que entraban y salían de la cocina, sin embargo no me desconcentraba, allí empecé a aprender, lo que las mujeres vamos haciendo a lo largo de nuestra vida: hacer dos o más cosas a la vez.
A veces sufría por las quejas que salían de la boca de mis padres: la enfermedad crónica de mi madre; la tierra que daba poco dinero, la tozudez de mi abuelo, quien tras quedarse viudo vivía con nosotros; el carácter inquieto e inconformista de mi hermana mayor, entonces adolescente; las travesuras de mi hermano menor; la poca herencia que había recibido mi padre; el tiempo malo que había destruido la cosecha y en fin las condiciones políticas pésimas de aquella interminable época franquista.
No fui nunca la primera de la clase, sin embargo sacaba buenas notas, porque jamás dejé de estudiar o hacer deberes para el día siguiente.
Mientras aún pensaba en mis vivencias y en mi pequeño escritorio de antaño, decidí que iba a escribir una carta a mi hija, quien vivía desde hacía varios años en Madrid.
Cogí una hoja de papel y mientras estaba escribiendo las primeras palabras, oí la llave en la cerradura de la puerta.
- Se esfumó mi soledad, pensé.
- Mamá, he olvidado los documentos, dijo el muchacho, entrando, cogiendo una carpeta y volviendo a salir de nuevo.
Con aquellas palabras todavía en el aire, suspiré y seguí escribiendo la carta.























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