lunedì 12 giugno 2017

Encuentro en un puerto de montaña













Todo lo que les voy a contar tuvo lugar por una serie de coincidencias, pero empecemos por el principio:
Un martes de otoño mis alumnos hicieron huelga para protestar contra la nueva reforma de la escuela italiana y a raíz de eso ocuparon el Instituto. La directora llamó al cuerpo de policía. Un oficial intentó convencerlos para que evacuaran la escuela, sin embargo los estudiantes no le hicieron caso y siguieron encerrados. El pobre hombre hubiera tenido que llamar a los bomberos, romper la cerradura y echarlos por la fuerza, pero para que no hubiera peleas y destrozos él fue postergando la decisión día tras día. La directora y el policía pasaron toda la semana tratando por teléfono con los cabecillas, finalmente el domingo por la tarde los chicos desalojaron.
 En el tercer piso  llenaron  los pasillos de murales y dejaron algunas aulas sucias, por lo que la directora decidió llamar a una empresa de limpieza para que desinfectara los locales.
Perdimos muchos días de clase, pero luego intentamos reanudar con paciencia nuestras actividades didácticas. No fue fácil para el equipo directivo, ni para los profesores, tomar medidas para que no se volvieran a repetir aquellos actos. A parte de los interlocutores, no se sabía quienes habían participado en la ocupación y quienes habían provocado los desperdicios; se celebró la reunión del claustro de profesores, se gestionó un informe, sin embargo seguimos sin lograr punir a los responsables y poco a poco nos fuimos olvidando de ello.
Hasta que hace un par de meses nos llegó la comunicación, en la que se decía que no íbamos a tener el puente del 3 de junio, porque para la validez del año escolar faltaba un día de clase.
- ¡Qué fastidio! Me dije
Todo el mundo esperaba con ilusión, la fiesta de la República del 2 de junio, que caía en Viernes, y por consiguiente el sábado habría habido suspensión de clases. Hubiera sido un puente maravilloso.
A mí también me supo mal aquella decisión del equipo directivo del Instituto, que más que castigar a los alumnos, era una pena para nosotros, los docentes.
Sin embargo a medida que pasaba el tiempo y se acercaba el primer fin de semana de junio, me fui conformando y una noche mientras nos acostábamos le dije a mi marido:
- ¿Por qué no vamos a Poppi el sábado próximo?
- ¿No me dijiste el otro día que ya no tenías puente? ¿Cómo te las vas a arreglar?
- Voy a pedir una hora de permiso para salir antes de la escuela, tú en cambio podrías ir en bici, yo luego te alcanzaría en coche. ¿Qué te parece?
- Perfecto, me encanta tu plan.
Aquel sábado las clases fueron más amenas de lo que pensaba, había pocos alumnos y pudimos trabajar bien, entablando debates interesantes.
El día era maravilloso, hice el viaje sin prisas, mirando el paisaje verde, salpicado de viñas y olivares, luego subiendo iba desapareciendo la vegetación mediterránea, para dejar paso a pinos y abetos.
Pasé el puerto de montaña de la Consuma y al bajar de nuevo hacia el valle del río Arno empecé a notar el color amarillo de las plantas de retama.
Entré por el jardín, viendo los rosales llenos de flores pensé en lo mucho que le gustaban a la abuela, la madre de mi marido, quien había vivido sus últimos años en aquella casa.
Mi marido estaba en la cocina preparando la comida.
- ¿Qué tal te ha ido la vuelta en bici?
- Muy bien, luego te cuento, ahora me voy a duchar, me dijo.
Mientras comíamos la lechuga del huerto, que cultivaba su hermano en el fondo del jardín, él me dijo:
- Esta noche vamos a tener otros invitados.
- Bueno ¿Pero quiénes son? Le pregunté, imaginando a alguno de sus amigos del pueblo.
- No lo vas a adivinar jamás, me dijo
Entonces empezó su relato:
Faltaban pocos metros para llegar a la Consuma y mientras pedaleaba sudando por el esfuerzo de la subida y por el sol que iba cayendo cada vez más fuerte, he divisado a un muchacho atlético cuarentañero, quien empujaba una silla de ruedas de colores, con un niño de unos ocho años.
Lo he saludado pasando a su lado y al llegar al punto más alto de de la carretera nos hemos parado los dos para beber un poco de agua y descansar.
Nos hemos presentado. Me ha dicho que se llamaba David y que iba primero a Assisi y luego a Roma con Hugo, su hijo. Eran de Estrasburgo y dos días atrás habían llegado con su coche a Florencia,  que luego lo había dejado en un garajepara empezae su peregrinaje. Había decidido tomar aquella carretera porque era  comarcal y por consiguiente más tranquila, pero no se había dado cuenta de la pendiente que tenía. Iba muy equipado, colgaban de la silla de ruedas, bolsas, maletero, chalecos, banderas reflejantes, cantimploras, etc.
En un francés  un  poco escolar le pregunté:
- ¿Sabes dónde vas a pasar la noche?
- Creo que en la zona del Casentino, en Poppi o Bibbiena. Me dijo.
- Yo estoy yendo a Poppi, si te paras allá, puedes quedarte a dormir en casa. Te dejo mi número de móvil, llámame cuando llegues.
- Muchas gracias, creo que estaré en Poppi hacia las cuatro de tarde. Y diciendo eso se despidió de mi con un abrazo.
Cuando mi marido dejó de hablar pensé en que hacía tiempo que no lo veía tan emocionado, quería realmente ayudar a aquellas personas desconocidas. A las cuatro se plantó en la plaza del pueblo y esperó a que llegaran. Los divisó a lo lejos, eran las cinco en punto de la tarde. Habían tardado un poco más de lo previsto, pues al no tener frenos la silla de ruedas, en las bajadas David, nos contó luego, tenía que ir despacio para no ir a parar al suelo.
Cuando llegaron yo estaba sentada en una tumbona del jardín, leyendo un libro.
Aquel hombre en seguida me asombró por su fuerza de ánimos y por su amabilidad, sin embargo lo que más me impresionó fue la sonrisa de Hugo. David descargó todas sus cosas y se instaló en la habitación de nuestros hijos ventiañeros, quienes hacía tiempo que ya no venían con nosotros al campo.
Nuestro invitado cuidaba muy bien a su hijo, lo desvistió y lavó con un esmero que no estábamos acostumbrados a ver.
Nos pusimos a preparar la cena y David le preguntó a Hugo si quería estar con nosotros en la cocina.
- Qui, cuisina, dijo el niño.
Se pasó más de una hora mirándonos y riendo:
- ¿Sabes cómo se dice esta hortaliza en español? Zanahoria, le dije.
- Zanahoria, repetía él.
Le encantaba aprender palabras nuevas.
Luego mi marido le dio una cosa para que la tirara a la basura. Con sus dedos un poco retorcidos agarró la botella de plástico aplastada y la empujó hacia el cubo del reciclaje. Reía y reía, le encantaba aquel juego.
Estuvimos entretenidos, largo rato con Hugo. Luego llegaron el hermano de mi marido y su mujer, quienes viven desde siempre en el pueblo. Cenamos todos juntos. David con paciencia le iba dando al niño porciones de tortilla de calabacinos que devoraba en un santiamén.
Después de cenar hicimos un poco de tertulia, mirando sin mucho interés la tele. Nuestro televisor, siendo un poco antiguo, de vez en cuando perdía la imagen, entonces nosotros le dábamos unos golpes y volvía a funcionar, eso le encantaba al Hugo y nos decía:
- Encore, Encore.
Hacia las nueve el padre acostó al niño y luego se sentó en el sofá; su cara parecía relajada pero se le notaba el cansancio del camino que había recorrido.
- ¿Imagino que estarás agotado? Le pregunté.
- Si, un poquito, pero aún no me quiero acostar porque quiero saborear esta velada, pensando en todas las coincidencias que hoy han surgido en mi vida. La primera ha sido encontrar en los Apeninos, cuando empezaba a desanimarme por el calor y la carretera demasiado empinada, al ciclista solitario; la segunda llegar a vuestra casa, ver el jardín lleno de rosales y escuchar mi música jazz preferida que salía de ella; la tercera, venir en conocimiento de que sois vegetarianos como yo y la cuarta descubrir que el apellido de mi bisabuelo italiano es muy común en esta zona del Casentino.
Luego seguimos hablando y nos contamos trocitos de nuestras vidas. Me quedó grabada una de las últimas frases  de David:
- Al nacer prematuros los gemelos, nos dijeron que uno de ellos había tenido problemas y que sería discapacitado para toda la vida, eso me derrumbó, pero luego reaccioné. A mi mujer y a mí nos ha salvado fundar la Asociación Le sourire d'Hugo. Nos ha dado mucha energía y por eso he emprendido  el peregrinaje.
La mañana siguiente desayunamos temprano para que nuestros invitados pudieran reanudar su camino, antes de que el sol empezara a calentar demasiado.

Los acompañamos a la plaza del pueblo, donde encontramos a un grupo de ciclistas, amigos de mi marido, que aquel día se habían demorado porque  a uno de ellos se le había pinchado la rueda.

A Hugo le encantaron los ciclistas y no paraba de reírse, mientras ellos daban vueltas a su alrededor. Nos despedimos prometiéndonos que íbamos a vernos de nuevo.

Mientras David y Hugo se alejaban hacia el cruce de la carretera para Arezzo, pensé en que a veces pequeñas coincidencias  nos dan la oportunidad de conocer a grandes personas.




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