giovedì 21 marzo 2013

La gripe












 

Era un domingo de mitades de febrero y al despertar quién sabe por qué pensé en que hacía mucho tiempo que no cogía una gripe.
No me levanté en seguida como hago casi siempre, me quedé un ratito echada pensando en mi infancia y saboreando la cama calentita al lado de U., quien seguía durmiendo.
Recordé con añoranza que de pequeña cada dos por tres cogía anginas con un gran dolor de garganta y fiebre alta, sin embargo no me desagradaba quedarme todo el día en la cama. Todos me mimaban y mi madre me preparaba sopas y sobre todo “suscs de taronja1”.
- Aquesta nena té les glandules molt grosses, mes endevant es tindràn que treure2 , decía,  el senyor Torner, nuestro médico de cabecera, cuando me visitaba.
Durante aquellos largos días que pasaba acostada me entretenía leyendo cuentos y tebeos, cosa que me encantaba.
Por las tardes jugaba imaginando que mi lecho era una barca. Me levantaba sigilosamente y ponía encima de la colcha los objetos que más me gustaban: un libro de cuentos, mis zapatos del domingo, la chaqueta rosa de ángora, que adoraba acariciar, un lazo blanco para recoger el pelo, una caja de colores, un cuaderno, un lápiz, una goma y mis muñecas.
Viajaba con la fantasía por tierras lejanas, con todo lo que más quería y era feliz hasta que me quedaba dormida.
A los siete años me ingresaron en una clínica para extirparme las amígdalas; a principios de los años sesenta, cuando aún no existían las substancias anestésicas modernas, adormecían a los pacientes con cloroformo o éter, que producían una sensación horrible de asfixia.
Yo era una niña tranquila que no daba nunca guerra, pero el día de la operación saqué todas mis agallas para que no me durmieran con aquel método tan bárbaro.
Mi madre no se lo podía creer: monté un número tan grande que la monja que tenía que darme una inyección se fue corriendo. Al final me agarraron dos médicos y una enfermera y me pusieron la mascarilla con el líquido anestésico logrando que que me durmiera.
Al despertar recordaba con horror los últimos momentos antes de perder los sentidos, veía una masa negra que iba acercándose a mi cara luego  tenía una gran sed y no podía beber, pues la garganta me quemaba de lo mucho que me dolía.
Con aquella operación se acabaron mis anginas, los viajes con mi cama-barca y los sucs de taronja.
Durante más de diez años no falté ni un día a la escuela, pues no me ponía nunca enferma.
- Perque les meves amigues es posen malaltes i jo no i a mi em toca anar cada dia al col.legi?3. Le preguntaba siempre a mi madre
Tocaban las campanas de la iglesia de San Giuseppe anunciando la misa de las diez cuando mis pensamientos volaron hacia Montse, la única amiga de mi infancia que desde hacía años me escribía largas cartas y las  enviaba a través del correo postal.
Sus padres eran dueños del estanco más importante de la zona, quizás por eso nunca ha podido desprenderse ni prescindir de los sellos, a pesar de adelantos electrónicos.
Me levanté y desayuné deprisa con la idea de escribir una carta a mi amiga.
Mientras mi pluma estilográfica se movía ligera sobre el papel fino, que había hallado en el escritorio de U., algunos recuerdos escondidos fueron brotando lentamente:
Montse y yo a los diecisiete años habíamos decidido ir a estudiar, el último curso de la escuela media superior, a Mataró, una pequeña ciudad a unos treinta kilómetros de nuestro pueblo. Cada día al amanecer tomábamos el tren. Al final de aquel invierno de 1973 cogí una gripe muy fuerte.
Montse venía a verme cada tarde y me traía los apuntes de todas las asignaturas
- Qué raro, me dolía todo, pero en el fondo sentía un ligero bienestar estando enferma, pensaba bebiendo lentamente un suc de taronja mientras mi madre y mi tía Margarita charlaban con mi amiga.
 - A les cinc de la tarde la febre comença a pujar.4 Me decía mi tía Margarita.
En efecto a media tarde empezaba a tiritar de frio.
Todas aquellas mujeres me mimaban y yo les estaba muy agradecida.
A mitad de los años ochenta, cuando hacía unos siete años que vivía con U. en Toscana, cogí otra gripe durante unas Navidades. Habíamos ido a pasar unos días en casa de mis padres. Mi madre estaba acostada en un estado febril cuando llegamos y al cabo de pocos días caímos también U. y yo.
Fue incómodo estar los dos enfermos en una cama matrimonial tan pequeña y lo peor es que tuvimos que volver a Firenze cuando aún no estábamos bien del todo.
Montse, en aquella ocasi
ón también vino a verme y me trajo un libro.
El doctor de cabecera ya no era el Senyor Torner, el de mi infancia, sino su hijo Santiago, quien como su padre llevaba bigotes y era muy amable.
Nos dijo con mucho tacto:
- Paciencia, tindreu d'estar totes les vacançes al llit5.
Recuerdo que para más inri a la vuelta el autobús que tenía que pasar por el pueblo no se paró, por un mal entendido del chófer.
Mi padre y mi hermano nos acompañaron en coche a Girona y allí subimos a otro autocar que en la frontera francesa alcanzó al conductor distraído, quien al vernos embozados en grandes bufandas y abrigados con gorros y guantes de lana no paraba de disculparse.
Acabé de escribir la carta a Montse, me duché y salí contenta, pues deseaba pasear y tomar el sol mientras buscaba un sello y un buzón para echar la carta.
Mientras recorría el centro de la ciudad antes de encontrar uno de los pocos locales abiertos los domingos, me pregunté a que venía tanta gripe y tanta nostalgia de mi infancia. No sabía él porque, sin embargo  hab
ía evocado  unos plácidos recuerdos.
U. estaba muy resfriado y puesto que después de comer se puso a llover, no salimos en toda tarde. Aquel tiempo lento y gris lo dediqué a preparar clases para el día siguiente y al atardecer llamé a mis hermanos que seguían viviendo en el pueblo de la costa catalana donde habíamos nacido. Mi hermano, no estaba en casa, mi hermana, en cambio, estuvo muy contenta de oír mi voz y se notaba que tenía muchas ganas de contarme todos los pormenores de su nieto, ya que no hacía ni un mes que mi sobrina había tenido un hijo.
Mientras hablaba con ella, sentía unos escalofríos que escalaban lentamente  mi espalda.
Aquella noche casi no logré cenar pues mis dientes castañeaban sin parar.
Me puse más ropa, me senté en el sofá con una manta encima y me quedé dormida.
U. me despertó y me preguntó un poco preocupado si estaba bien.
- Me siento muy rara, creo que tengo la gripe, le contesté yo.
Me puse el termómetro y  comprobé que tenía mucha fiebre.
Desde aquel momento U. empezó a mimarme y a prepararme sucs de taronja.
En aquellos días de gripe mi cama se parecía a la de mi infancia, ya que sobre ella había tantos objetos: libros, cuadernos, lápices, mi ordenador portatil, la radio, el teléfono y la suave manta azul. A pesar del malestar que tenía, sobre todo a partir de las cinco de la tarde cuando la fiebre subía como loca, sentía que todavía lograba saborear los aspectos positivos de la gripe, como cuando era pequeña.

1 Zumos de naranja
2 Esta niña tiene las amigdalas inflamadas, más adelante tendremos que sacárselas
3 Por qué mis amigas se enferman y yo no y me toca ir siempre al colegio?
4 A las cinco en puntode la tarde la fiebre empieza a subir
5 eneis que quedaros todas las vacaciones en la cama

sabato 16 marzo 2013

La macchina da cucire


Edward Hopper. Ragazza alla macchina da cucire, 1921. Olio su tela, cm. 48 × 46. Thyssen-Bornemisza Museum, Madrid

Come mai fare l'orlo dei pantaloni ogni volta era per me una complicazione? Mi domandai un pomeriggio in cui mio figlio ventenne mi aveva chiesto di accorciargli due paia di pantaloni.
- Forse perché ancora dopo tanti anni non so usare bene la macchina da cucire,  mi sono detta.
Comprai una macchina elettrica quando i bambini erano ancora piccoli, ricordo che un sabato mattina di fine inverno mi ero alzata presto con la gran voglia di andare a cercarne una. Volevo fare a tutti costi l'orlo di due paia di pantaloni, che erano appoggiati e quasi dimenticati da un bel po' di giorni in una sedia. Tutto ciò perché la signora Frida, una nostra vicina di casa, aveva avuto un infarto da poco e non poteva continuare a fare la sarta e quindi accorciare via via i nostri pantaloni.
Tutte le volte che le portavo alcuni indumenti da sistemare, mi fermavo a parlare con lei, perché sapevo che trascorreva molte ore da sola.
La signora Frida allora aveva una settantina d'anni soffriva di cuore da quando si era sposata. Abitava in un piccolo appartamento vicino al nostro con il marito e suo fratello celibe i quali lavoravano come fabbri in una bottega posta all'inizio della nostra strada. I due uomini, nonostante il lavoro impegnativo che svolgevano, trovavano il modo di fare i lavori domestici più pesanti. Lei cucinava e qualche ora la mattina e nel tardo pomeriggio, dopo il suo solito riposino, cuciva mentre ascoltava la radio. Faceva orli, stringeva vestiti, allargava sottane, sostituiva bottoni, cambiava cerniere ed sfoderava e foderava giacche e cappotti. Ma ogni tanto si cuciva un capo tutto per sé. Appena finito il vestito o tailleur, a seconda della stagione, andava dal parrucchiere a farsi pettinare i suoi folti capelli bianchi e poi lo indossava orgogliosa, non solo perché era ben cucito ma anche perché essendo ancora snella si vedeva bella allo specchio.
Nella luminosa stanza dove lavorava di giorno c'erano sempre stoffe, bottoni, fili e rocchetti intorno alla sua macchina da cucire. All'imbrunire raccoglieva tutto e nascondeva la sua preziosa macchina in un piccolo armadio, per poter fare posto a un divano letto dove ogni notte dormiva il silenzioso fratello.
Il marito prima e poi il fratello erano morti a distanza di pochi mesi. Lei si era trovata all'improvviso da sola a gestire la sua fragile vita. Da allora una sua cugina lontana andava due volte la settimana a farle i lavori domestici, ma data la sua magra pensione era stato un grosso sacrificio per lei pagare la cugina, ma grazie ai piccoli lavoretti di cucitura poteva tirare avanti. Dopo quell'ultimo infarto era stata operata e aveva dovuto smettere di cucire. La cugina dopo poco era sparita.
Per fortuna l'assistente sociale del comune le aveva affidato una persona che ogni due giorni le faceva la spesa e le faccende domestiche.
La signora Frida, usciva a fare una passeggiata ogni mattina accompagnata dalla giovane aiutante. I pomeriggi dopo il suo consueto sonnellino, accendeva la radio e riprendeva la macchina da cucire. Per prima cosa la contemplava, poi la spolverava a e infine caricava il rocchetto e  infilava l'ago con un filo ogni giorno di colore diverso e poi aspettava.
Mi diceva che si sentiva in pace con il mondo, sapendo che la sua macchina era pronta per ogni evenienza.
La macchina da cucire della signora Frida, mi ricordava quella di mia madre, una vecchia Singer, che aveva ereditato da mia nonna. Più di una volta avrebbe voluto insegnarmi a cucire, ma la macchina era usata raramente ed era sempre coperta con una una stoffa colorata con un motivo floreale. Più tardi ho capito che mia madre associava la Singer alla sua malattia, perché  aveva preso una brutta infezione polmonare quando da giovane cuciva di notte delle camice per una sarta.
In quelle rare occasioni mi diceva di guardare attentamente e di stare seduta accanto a lei mentre cuciva. Qualche volte ero rimasta vicino a lei, ma non lasciandomi mai provare a cucire un pezzettino di stoffa, mi annoiavo e quindi il più delle volte inventavo una scusa e correvo fuori per la strada.
Crescendo avevo avuto la convinzione che imparare a cucire era poco interessante perché mi legava alle tradizioni femminili del paese e io volevo avere la possibilità di sganciarmi dalla famiglia e di conoscere altri mondi.
Invece avevo scoperto più tardi che, per la Signora Frida, la macchina da cucire era stata addirittura la sua salvezza e la sua fonte d'indipendenza.
La mia mente era impegnata in tutti quei ricordi quando ho sentito suonare il campanello.
Erano il fratello di mio marito e la moglie che venivano quella domenica a mangiare da noi.
Sono entrati mentre dicevo a mio figlio che avrei fatto gli orli a mano.
- Sei pazza a farli a mano, ti aiuto io ad accorciare i pantaloni con la macchina, disse mia cognata.
Dopo aver mangiato abbiamo trascorso tutto il pomeriggio piovoso in casa a cucire i benedetti pantaloni.
Le cosa sono filate lisce, fino a che sia per spessore della stoffa, sia per la qualità del filo non troppo buona, la macchina si è bloccata.
- Non preoccuparti ho detto mia cognata, sono abituata a queste “bizze” della macchina e mentre lo dicevo ho cominciato a smontare la parte inferiore.
- Ecco dove era rimasto impigliato il filo, diceva lei.
Eravamo contente ma, l'allegria è durata poco perché non riuscivamo poi a incastrare i pezzi smontati.
Con un strano cerchio di metallo in una mano e il rocchetto inferiore nell'altra, mi sono sentita buffa e ho ricordato un pomeriggio di estate di due anni prima quando io e una amica, volevamo cucire una grezza stoffa di colore beige che doveva servire a ricoprire le sedie a sdraio del giardino della casa di Poppi.
Doveva essere un lavoro da poco, diceva l'amica, che era molto più esperta di me, invece abbiamo trascorso tra risate e imprecazioni due pomeriggi interi. La macchina ogni tanto si bloccava, alcune volte non riuscivamo a infilare il filo nell'ago, altre si rompeva, insomma il lavoro procedeva molto lentamente.
Lei voleva a tutti costi finire quel pomeriggio, ma  dopo che si era bloccata di nuovo la macchina e che non riuscivamo a rimontare  i vari pezzi, ha cominciato a temere che non avremmo potuto fare gli angoli perché era troppa spessa la stoffa.
-  Mi sa che nemmeno oggi riusciremo a finire, mi disse un po' scoraggiata.
-  Chiamerò la signora Frida, le ho risposto.
-  Non importa ce la caveremo domani, diceva lei, che amava fare tutto da sola senza mai chiedere aiuto.
Dopo un po' l'ho convinta e sono andata a chiamare la anziana vicina.
La signora Frida ha preso le chiavi, si è messa la sua giacca verde di lana cotta e senza dimenticare gli occhiali da presbite è venuta molto volentieri a casa nostra. La osservavo e vedevo che era felice, forse perché ci poteva aiutare essendo una esperta nel cucire e soprattutto perché le piaceva stare in compagnia.
Con le sue magre mani che si muovevano sicure e precise ci ha rimontato i pezzi e come per magia la macchina ha cominciato a cucire. Era quasi buio quando abbiamo finito le fodere  delle sedia a sdraio.
Anche quella domenica abbiamo deciso di chiedere aiuto alla signora Frida, ma il suo campanello suonava invano.
Mi sono cominciata a preoccupare e a dare dei colpi più forti alla porta:
-  Frida,  Frida, urlavo.
All'improvviso si è aperta la porta e lei sorridente ci ha detto che era in bagno e che non aveva sentito il campanello.
Come sempre ha preso le chiavi di casa, la giacca verde e gli occhiali.
Si è seduta davanti alla macchina da cucire appoggiando, come se l'accarezzasse, la mano destra sulla manovella e con la sinistra ha sistemato il pezzo che io avevo smontato e la cucitura è ricominciata.
Quella sera ero contenta perché avevo sistemato i pantaloni di mio figlio e ho pensato con gratitudine alla Signora Frida, all'amica e alla cognata, tutte donne generose che mi avevano dato  una mano, senza chiedere niente in cambio.












domenica 10 marzo 2013

Rouen















Estaba desayunando con la radio puesta. Eran las siete y media de la mañana de un miércoles de primeros de marzo.
Mientras tomaba con deleite una taza de té verde oí el sonido familiar del móvil.
Mi primera tostada untada con mermelada de naranja me cayó dentro de la taza.
- ¿Quién va ser tan temprano? Me pregunté.
Vi en la pantalla del teléfono un número desconocido, pero contesté, pensando que iba a ser alguien que se había equivocado.
Era una compañera de trabajo, una de las profesoras que organizaba los intercambios de estudiantes de nuestro Instituto con los de un Lyceé francés. Disculpándose por si me había despertado, con una voz muy suave me pidió si podía sacarles de un apuro:
-¿ puedes suplir a una de las la profesoras de francés que no puede ir a Rouen por un luto familiar?
No sabía muy bien los detalles del viaje, pero me comentó que salían de Firenze hacia las once de aquella misma mañana.
Le dije que me diera diez minutos para pensarmelo.

- Rouen, la ciudad de Flaubert, recordé.
Desperté a U. contándole la llamada que había recibido y  hablando con él decidí  emprender  aquel viaje, que el destino me regalaba.
Estaba tranquila mientras preparaba mi ligero equipaje. Casi me desconocía a mí misma, pues normalmente me ponía nerviosa cuando había que preparar maletas.
Tenía solo que hacer una cosa antes de salir: ir a la secretaría de la facultad de Derecho y entregar una solicitud para la tesis de mi hija que etaba estudiando en Madrid. Debía hacerlo, pues se lo había prometido.
- ¡Está lloviendo, pero que importa! Cogeré el impermeable de U. e iré en bicicleta.  Puedo terminar la maleta luego, me dije mirando por la ventana.
Llegué muy puntual, mucho antes de las nueve, pero ya se había formado una pequeña cola delante de la oficina. Gracias al hecho de que en las colas se habla con la gente desconocida y nace solidaridad, unos estudiantes muy amables consultaron a través de sus modernos aparatos electrónicos la hora de salida de mi avión para París.

- El primer aviòn que sale de Pisa es el de las 14.20.
- Gracias me habéis hecho un gran favor. ¡Ahora ya se donde estaré dentro de un par de horas! Les dije.
La ventanilla no se abría y ya eran más de las nueve.
Con amabilidad entré en la oficina y les conté la historia de mi viaje y de la prisa que tenía.
Aceptaron en seguida mi solicitud y a las nueve y media, pedaleando bajo una llovizna muy fina en la piazza Duomo, oì de nuevo el móvil. Era Valentina, la profesora con la que pasaría una semana en Francia.
Se le notaba que estaba muy contenta por mi rápida decisión, pues con una voz amable y alegre, me dijo:
- Gracias por haber salvado nuestro viaje, la cita es a las 10,30 en la estación de Santa Maria Novella.
- Muy bien, estoy volviendo a casa, solo me falta poner alguna cosa en la maleta y ya estoy lista. Llegaré puntual a la estación.
- ¡Qué locura!! Esperemos que todo salga bien, pues la agencia aún no tiene tu billete aéreo, pero no te preocupes intentaremos que todo se solucione, me dijo ella.
Terminé la maleta y saludé a mi hijo que se estaba levantando para ir al trabajo y que no entendía nada de lo que yo hacía, sin embrago, ya en la puerta despidiéndose de mí, con una voz ronca me dijo que le parecía muy bien la improvisación del viaje.
Mientras me dirigía en autobús hacia la estación me llamó la secretaria de la escuela para decirme que ya lo tenía todo arreglado y que un bedel me entregaría mis documentos de viaje antes de subir al tren.
Parecía que en aquella mañana lluviosa todas las piezas iban encajando.
Había olvidado solamente en casa el pequeño paraguas rojo, algo sin importancia a pesar de que digan que Rouen es  “le pot de la France”1, pensè cuando el tren empezaba a moverse.


Rouen
Stavo facendo colazione con la radio accesa, erano circa le sette e mezzo di un mercoledì d'inizio marzo. Al primo sorso di te verde è suonato il cellulare.
La mia  fetta biscottata con marmellata di arancia  è caduta dentro della tazza.
- Chi sarà a quest'ora? Mi sono domandata.
Ho visto sullo schermo del telefonino un numero sconosciuto, ma ho voluto rispondere lo stesso immaginando che qualcuno avesse sbagliato.
Era una mia collega, un'insegnante che organizzava gli scambi di studenti tra il nostro Istituto e un Lycée francese. Prima scusandosi dell'ora e poi un po' titubante mi mi ha chiesto:
- potresti sostituire una professoressa di francese che doveva partire oggi per Rouen, ma che a causa un lutto famigliare non può farlo.
Non conosceva i dettagli del viaggio, ma sapeva che alle undici di quella stessa mattina il gruppo di studenti doveva partire da Firenze
Le ho chiesto dieci minuti per pensarci. Dopo aver svegliato U. per farlo partecipe di questa novità ho deciso di fare quel viaggio che il destino mi regalava.
Ero calma mentre preparavo il mio esile bagaglio. Quasi non mi riconoscevo, dato che di solito nel fare le valigie sono un po' ansiosa.
Prima della partenza dovevo fare solo una cosa che avevo promesso a mia figlia che studiava a Madrid: andare nella segreteria della facoltà di giurisprudenza a portare un modulo per la sua tesi di laurea.
- Piove, ma non importa, posso prendere l'impermeabile di U. e andare in bicicletta.   Finirò la valigia dopo, mi sono detta dopo aver guardato dalla finestra.
Sono arrivata molto  prima delle nove ma si era già formata una piccola coda negli sportelli degli uffici della segreteria. Come accade spesso nelle code si parla e nasce la solidarietà, per questo due ragazzi molto gentili si sono offerti di consultare attraverso i loro apparecchi elettronici l'ora di partenza del mio aereo verso Parigi:
- il primo aereo utile in partenza da Pisa è quello delle 14.20 , mi hanno detto.
- grazie tante, mi avete fatto un gran favore, adesso so dove sarò tra un paio d'ore, gli ho detto.
Gli sportelli alle 9.10 ancora erano chiusi. Con molta gentilezza sono entrata negli uffici e ho raccontato la storia del viaggio e la fretta che avevo. Subito hanno accettato la richiesta da me offerta e sotto una pioggia molto fine mi sono incamminata verso casa.
In piazza Duomo ho sentito suonare il cellulare. Era Valentina, la professoressa di francese con cui dovevo soggiornare una settimana in Francia.
Era felice per la decisione che avevo preso e con la sua allegra voce mi ha detto:
- Grazie per averci salvato. Dobbiamo essere alla stazione di Firenze alla 10.30 perché il nostro treno per Pisa aeroporto parte alle undici.
- Benissimo sto arrivando a casa, devo finire la valigia e riparto per la stazione, le ho detto.
- Che pazzia!! Speriamo che tutto vada bene, il tuo biglietto ancora non è stato fatto, ma ci stanno lavorando.
La piccola valigia era già pronta e ho salutato mio figlio, che si era appena alzato e sembrava di non capire niente di quello che facevo, ma a un certo punto, con una voce profonda, mi ha detto che facevo molto bene a partire all'improvviso.
Mentre mi recavo in autobus alla stazione mi ha chiamato la segretaria della nostra scuola per dirmi che un bidello mi avrebbe portato il biglietto aereo alla stazione.
Sembrava che tutti i pezzi trovassero l'incastro giusto in quella mattina piovosa.
Avevo  dimenticato solamente  il piccolo ombrello rosso  in casa, niente d'importante anche se Rouen era considerata “le pot de la France”, pensavo mentre il treno cominciava a muoversi.


1La regione più piovosa della Francia








sabato 2 marzo 2013

El beso en la piazza Duomo
















¿Por qué las sensaciones más bellas aparecen los miércoles por la mañana?
Soy un poco obsesiva por lo que se refiere al trabajo, pues siempre intento adelantarme en lo que puedo, para dedicar completamente mi día libre a mis aficiones, por lo tanto los demás días al salir de la escuela, paso casi toda la tarde preparando clases y corrigiendo exámenes o trabajos de mis alumnos.
Mi día de libertad empieza cuanto toca despertador a las siete. Me levanto deprisa sin pensar en que podría estar un rato más en la cama. El deber a menudo es también un placer, pues a pesar de que hay que hacer la compra y llenar la nevera para toda la familia, me gusta observar a la gente que encuentro por la calle o en el supermercado.
Desayuno despacio y subo al coche con cuatro grandes bolsas vacías, dos rojas y dos amarillas, que a la vuelta van a estar repletas de hortalizas, fruta, leche, pan y muchas cosas màs.
Sentada en el automóvil camino hacia el supermercado, pongo la radio y es allí donde me gusta mirar a la gente que con prisa se dirige al trabajo o a la escuela. A veces hay cola en los semáforos y es entonces que salen de mí, como si fueran  flotadores desinflados que poco a poco se va hinchando y surgiendo del agua, las cosas bellas que en los últimos días he saboreado y que quien sabe porque estaban escondidas en lo profundo. Es allí donde a menudo nacen mis relatos.
Casi siempre hago el mismo recorrido, sin embargo a veces  tengo que hacer algún recado y entonces paso por otras calles.
- El cepillo eléctrico no funciona, me dijo una mañana mi hijo de veinte años, con la boca llena de dentífrico.
- No te preocupes cuando vaya al supermercado pasaré por aquella tienda donde siempre nos arreglan los pequeños electrodomésticos.
Aquel miércoles me perdí por unas calles que no conocía, di la vuelta por una manzana y al cabo de poco me encontré en la misma plaza.
Aparqué y me dirigí a un bar donde había muchos parroquianos.
Había ido a desayunar en un bar tan pocas veces en esos últimos años que me quedé pasmada al ver el ambiente acogedor y lleno de vida que había, a pesar de ser las ocho y media de la mañana.
Había pocas personas sentadas en las mesitas, la mayor parte estaba de pie, con un cornetto en una mano y un cappuccino en la otra.
Dos señores hablaban de política y decían:
- Siamo messi male, il paese è ingovernabile, peggio di così non potevano andare le elezioni 1  

- Di molto bischeri, ma anche un po' grulli siamo noi italiani.
Un grupo de estudiantes repasaba unos apuntes y otro terminaba los ejercicios de matemáticas.
Un muchacho comía uno bocadillo de queso y le decía a su compañero que aquel día se había despertado temprano para ir a buscar trabajo.
Una mujer que salía del local con un niño en la mano y un carrito en la otra me indicó en donde estaba la tienda de electrodomésticos.
El dueño, una persona muy amable, después de probar el aparato, me dijo:
- Guardi, lo spazzolino funziona bene. Ogni tanto lo deve lasciare fuori a scaricare.3
- Ocurre lo mismo que cuando vamos al médico, en la consulta nos pasan todos los males, le contesté yo sonriendo.
Salí contenta con el cepillo eléctrico en la mano y andando por la acera pasé al lado de una pareja que se reía abrazándose. Pude entender que era una coincidencia el haberse encontrado por aquellos parajes.
Subí al coche y recordé que hacía tres días había encontrado por casualidad a U. por la calle. Eran las cinco de la tarde y era muy improbable aquel encuentro, pues él a esa hora aún trabaja y además volviendo a casa no pasa jamás por el centro
Casi nevaba, caía una llovizna muy fría que penetraba en los huesos. Yo iba al gimnasio en bicicleta muy abrigada con una boina roja, una cálida bufanda y unos guantes gruesos. Mis ojos miraban hacia delante, pues la caperuza del impermeable me cubría la vista lateral. Había poca gente en la piazza Duomo. Una capa gris de  bruma y llovizna envolvía delicadamente  la catedral. A lo lejos vi pasar deprisa a un ciclista con un gorro de lana azul oscuro. En el instante en que nos cruzámos nos reconocimos y después de haber recorrido algunos metros ambos dimos la vuelta atrás y con los pies en el suelo, pero aún montados en las bicicletas nos dimos un beso, como si hiciera mucho que no nos hubieramos visto.
Aquel beso en medio de la plaza de la catedral fue un verdadero beso de amor.
El hecho de habernos besado por la calle me alegró muchísimo, sin embargo me daba cuenta de que aquella felicidad era un poco rara, pues vivíamos juntos desde hacía muchos años.
Mientras pensaba en eso  llegué a casa. Después de  haber colocado la compra en la despensa, mientras me lavaba los dientes, seguí preguntándome:
¿Por qué las sensaciones más bellas se me  aparecen los miércoles por la mañana?


1 Vamos mal, el país no va a poderse gobernar, peor no podía ir.
2 Nos han tomado el pelo, pero nosotros los italianos somos un poco tontos
3 Mire, el cepillo funciona de maravilla, lo que pasa es que tiene que dejarlo descargar de vez en cuando.