giovedì 20 dicembre 2018

Los jugadores de cartas - I giocatori di carte











Faltaba sólo un par de días para Navidad, la mañana en que me desperté contenta, pues había dormido la mar de bien, eso hacía tanto que no me ocurría. En seguida pensé,  no sé porque, en Miguel, el viejecito a quien Dulia, la cuidadora de mi padre de aquella época, le hacía compañía todas las noches, quizás porque había soñado con él.

En aquel entonces dos mujeres cuidaban a mi padre: Blanca de noche y Dulia de día.
Blanca tenía unos sesenta años, su cuerpo era menudo y sutil, por el que asomaba una cara muy delicada. Su voz melosa, con el deje de Buenos Aires, delataba en seguida su buen carácter. De pequeña emigró con sus padres de Zamora, su ciudad natal, a Argentina, donde se casó muy joven y trabajó en la empresa de cartones que regía su marido con otros socios. Después de la muerte precoz de su cónyuge, los socios la estafaron y por eso decidió volver a España con sus hijos adolescentes. Tuvo que arreglárselas como pudo. Al principio fue muy duro para ella, pues debió adaptarse a trabajos humildes. Después de algunos años, consiguieron comprarse un piso gracias a su tenacidad, a un poco de suerte y sobre todo a un buen préstamo bancario.
Al cabo de poco tiempo pusieron en venta su apartamento para comprar otro más pequeño, pues los hijos se iban casando o se fueron  a vivir con su pareja a otra ciudad. Todo les fue bien hasta que la crisis del 2007 los alcanzó de lleno y por un pelo no lograron vender su vivienda, después de haber comprado ya  otro departamento más pequeño. Para pagar las dos hipotecas, Blanca tenía que trabajar de noche cuidando a mi padre y de día depilando a las chicas del pueblo.
Miguel, me contaba Dulia, era un hombre a quien le gustaba dormir como a un bebé. Se acostaba al anochecer y se despertaba a la mañana siguiente, hacia las nueve. A veces después de desayunar volvía a la cama, aún caliente, para leer el periódico que su nuera le traía cada mañana. Durante el día hacía muchas cosas solo: se aseaba poco a poco, calentaba la comida que le traían y en los días soleados iba a pasear con su bastón por el paseo, a lo largo de la playa. Su hijo tenía en el pueblo una pequeña librería, por lo tanto cuando cerraba, al mediodía y por la noche, iba a verlo.
Conocí poco a Miguel, pero las historias que me contaban mi padre y Dulia, contribuyeron a que me cayera bien.
Algunos años atrás mi padre me dijo triste:
- Tots els meus amics es moren. De la meva quinta ja no queda ningù.
Efectivamente, todos los quintos del 1919, los jóvenes que fueron a la mili antes de haber cumplido los veinte años y que combatieron en la guerra civil, estaban muertos.
Pero un día, volvió a casa contento diciendo que había conocido a Miguel, un viejecito de Zaragoza, quien desde hacia poco tiempo se había trasladado a nuestro pueblo.
Reía cuando nos contaba que los dos habían nacido el mismo día, el seis de enero de 1919. ¡Qué coincidencia!
El señor Miguel, se había quedado solo, porque su mujer había perdido poco a poco la cabeza y hacía pocos meses había fallecido en una clínica geriátrica, donde habían tenido que ingresarla. Había luchado contra la enfermedad de su esposa, que lentamente le devoraba trocitos de cerebro.
Habían sido tiempos muy duros, pero luego a los noventa años, tuvo que empezar de nuevo o mejor terminar su vida en un pueblo casi desconocido para él.
Una tarde, paseando por el barrio antiguo, descubrió un café donde algunos jubilados jugaban a cartas.
El no era capaz con las cartas, pero le gustaba mucho mirar a los jugadores, algunos viejos como él, otros más jóvenes. Se sentaba cerca de las mesas de juego, para observar mejor los movimientos de sus caras: ojeadas simbólicas, signos y otras formas de comunicación secreta. Llamaban al juego, la butifarra, se jugaba en parejas.
No tuvieron mucho tiempo para hacerse amigos, pues al cabo de pocas semanas mi padre tuvo un ictus, del que por suerte se recuperó, pero desde entonces no pudo volver al centro recreativo a jugar a cartas.
Dulia, por aquel entonces tenía unos cuarenta años y un cuerpo redondito. Era una buena cocinera, sin embargo comía poco, porque estaba a régimen perenne. Pero era muy golosa, como mi padre. Los dos, cada tarde, se deliciaban con meriendas muy dulces. A pesar de sus esfuerzos la balanza de Dulia no lograba bajar mucho. Pero ella siempre estaba contenta, cantaba mientras limpiaba y bromeaba a menudo, a pesar de todos los problemas que tenía.
- Tengo a dos hombres, los dos nacieron el día de los Reyes, uno lo quiero de día y otro de noche, nos dijo bromeando, una tarde mientras jugábamos a domino los tres, para pasar el rato.

Me levanté despacio y mientras estaba preparando el desayuno no paraba de pensar en los dos viejecitos.
Imaginé que aquella mañana Miguel, se habría despertado alegre, sabiendo que Dulia, le habría preparado una buena taza de café con leche. Mi padre en cambio aún estaría durmiendo, se habría levantado a media mañana, pues solía  acostarse muy tarde. Primero Blanca y luego Dulia lo habrían atendido con cariño, pensé.
Mi marido aún estaba en la cama cuando sonó el móvil. Se levantó deprisa. Era su amigo, quien le llamaba para invitarle a dar una vuelta en bicicleta, ya que hacía un día soleado.
Desayunamos juntos aquella mañana plácida y hablamos largo rato de mi padre, de Miguel y de su fiel  e incansable cuidadora.
Mi marido se levantó de la mesa y empezó a arreglarse para salir, yo me  quedé inmóvil,  con la taza de té entre las manos, mirando  sus idas y venidas. 
Al cerrarse la puerta oí el ruido que hacían los enganches de sus zapatos de ciclista bajando por las escaleras.
Todavía no me había vestido, seguía en camisón, por eso me metí  de nuevo en la cama,  aún  calentita  y tomé mi  ordenador portátil. Las sábanas estaban  arrugadas, me senté y  mientras arreglaba  la ropa de la cama  y me estremecí pensando de nuevo en los jugadores de cartas; encendí el ordenador e hice una lista de todas las cosas que tenía que hacer, faltaban sólo dos días para Navidad.



I giocatori di carte

Mancavano solo due giorni per Natale, la mattina in cui mi ero svegliata felice, avevo dormito placidamente, come da tanto non succedeva. Mentre mi alzavo ho pensato, chissà perché, a Miguel, il vecchietto, al quale Dulia, la badante di mio padre, faceva compagnia tutte le notti, forse lo avevo sognato.

Mio padre in quell'epoca veniva accudito da due badanti: Blanca di notte e Dulia di giorno.
Blanca aveva una sessantina d'anni, di corpo sottile e di viso delicato. La sua dolce parlata di Buenos Aires contribuiva a farci scoprire il suo buon carattere. Quando era piccola, emigrò con la sua famiglia da Zamora, nel cuore di Castiglia, all'Argentina, dove si sposò molto giovane e lavorò nella ditta di imballaggi, che il consorte dirigeva con alcuni soci. Ma dopo la morte precoce del marito, i soci della fabbrica la truffarono, liquidandola con quattro soldi. Decise di ritornare in Spagna con due figli ormai grandi, dove, finito il denaro, dovette arrangiarsi. I primi tempo per loro furono molto difficili, svolsero lavori umili e spesso mortificanti, ma mai si persero d'animo. Dopo qualche anno riuscirono a racimolare un po' di soldi per comprarsi un appartamento in un quartiere nuovo del paese. I figli in seguito andarono a vivere per conto proprio e Blanca decise di vendere la casa e di comprarne una più piccola. Prima di tutto comprò una vecchia abitazione vicino alla stazione, pensando di aver fatto un buon affare, ma dopo non riuscì a vendere la sua, dato che la crisi del mattone la prese in pieno. Con due mutui da dover pagare, si trovò a lavorare di notte da mio padre e di giorno depilando le ragazze del paese.
Miguel, mi raccontava Dulia, era un uomo mite che amava dormire come un piccolo bambino. Si addormentava all'imbrunire e si svegliava la mattina verso le nove. A volte, dopo aver fatto colazione, tornava al letto, ancora caldo, per leggere il giornale, che sua nuora gli portava tutte le mattine. Durante la giornata faceva tutto da solo, con molta lentezza: si riscaldava il cibo che gli aveva portato sua nuora, si lavava e andava a passeggiare lungo il mare, con l'aiuto del suo bastone. Suo figlio, da diversi anni, aveva una piccola libreria in paese, e quando chiudeva, per la pausa di pranzo o la sera, passava a trovarlo.
Conoscevo poco Miguel, ma dai racconti di mio padre e da quelli della loro badante mi ispirava molta tenerezza e simpatia.
Qualche anno prima mio padre mi disse:
- Tots els meus amics es moren. De la meva quinta ja no queda ningù. 1
Effettivamente, i ragazzi del 1919, quelli che furono chiamati alla leva a 18 anni, per poi combattere durante la guerra civile, erano tutti morti.
Mio padre un giorno, tornò a casa contento dicendo che aveva conosciuto Miguel, un anziano di Zaragoza, che da qualche anno si era trasferito nel nostro paese. Rideva quando raccontava che era nato lo stesso giorno di lui, il giorno della Befana del 1919: era un piccolo miracolo.
Miguel era rimasto da solo, perché, da quasi un decennio, sua moglie aveva perso la testa ed in seguito era morta in una clinica geriatrica, dove si era visto obbligato a ricoverarla. Aveva lottato con la malattia della moglie, che ogni giorno le divorava un pezzettino di cervello. Erano stati tempi difficili, per poi trovarsi a novant'anni a dover ricominciare da solo, o meglio a finire la sua vita in un paese quasi sconosciuto.
Un pomeriggio Miguel, passeggiando per il centro del paese scoprì un circolino dove alcuni anziani giocavano a carte. Lui non ne era capace, ma gli piaceva molto guardare i giocatori, uno di quelli era mio padre. Si sedeva a poca distanza dai tavoli da gioco, per osservare meglio i movimenti buffi dei pensionati: occhiate incrociate, segni col viso, messaggi gestuali e ogni altra forma di comunicazione. Giocavano  a un gioco  chiamato butifarra 2
Non ebbero molto tempo di fare amicizia, dato che poche settimane dopo la loro conoscenza mio padre ebbe un ictus, dal quale lentamente si riprese, ma da quel momento dovete camminare con un girello e non potè più recarsi al circolo ricreativo.
Mio padre che fino a quel momento aveva avuto bisogno della compagnia di Blanca solo per la notte, dovette cercare una badante di giorno. Il caso volle che fosse Dulia.
Dulia aveva una quarantina d'anni ed era piuttosto robusta. Essendo una magnifica cuoca e in più una buona forchetta, era sempre a dieta, ma il suo peso non calava di un grammo. Spesso cantava mentre svolgeva le faccende domestiche, ed era sempre allegra nonostante le difficoltà che la vita le aveva portato.
Dopo pochi mesi che lavorava per mio padre, si sparse la voce nel paese che Dulia era molto brava e inoltre, avendo la patente, poteva portare a passeggio con l'automobile i vecchietti che custodiva.
Miguel, si sentiva solo la notte e chiese a Dulia se gli poteva fare compagnia. La badante di mio padre accettò, anche se quel doppio lavoro voleva dire non vedere la sua famiglia, ma aveva proprio bisogno di guadagnare qualche soldo, dato che il sussidio di disoccupazione, che percepiva suo marito ogni mese, si stava esaurendo.
Alcuni lunghi pomeriggi invernali, mentre a casa giocavamo al domino con mio padre, Dulia diceva ridanciana:
- Tengo a dos hombres , los dos nacieron el dia de los Reyes, uno lo quiero de día y otro de noche 3.

Mi sono alzata  con calma e mentre preparavo la colazione continuavo a pensare a Miguel, immaginavo che lui, quella mattina, si doveva essere svegliato allegro, sapendo che Dulia gli avrebbe preparato una bella tazza di caffellatte. Mio padre invece, nottambulo di natura, avrebbe aperto gli occhi a mezza mattina, ma avrebbe sempre goduto delle cure, prima di Blanca e poi di Dulia.
Mio marito era al letto quando è suonato il suo cellulare. Si è alzato in fretta e furia. Un suo compagno di pedalate lo chiamava per coinvolgerlo a fare un bel giro in bicicletta, dato che la giornata era molto bella.
Abbiamo fatto colazione insieme,  parlando a lungo di mio padre, di Miguel e della loro badante. 
Mentre tenevo ancora la tazza di tè tra le mani ho salutato lui che stava uscendo.
La porta si era chiusa e, mentre lui spariva per le scale, mi era arrivato il ticchettio delle sue scarpe, quelle con gli agganci che si attaccano ai pedali delle biciclette da corsa.
Ero ancora in camicia da notte, quando ho preso il computer portatile e mi sono infilata di nuovo nel letto,  ancora caldo.
Seduta sul lettone, un po' sgualcito e mentre sistemavo le lenzuola con le mani, ho sentito un brivido di nostalgia ripensando ai giocatori di carte;  dopo  ho acceso il computer e ho cominciato a  una lista  di tutte le cose che volevo fare, mancavano solamente due giorni per Natale.

 1. Tutti i miei amici stanno morendo. Dalla mia leva non rimane nessuno
 2. Gioco di carte, molto popolare nella Catalogna, nel quale quattro giocatori giocano a coppie
 3. Ho due uomini, entrambi nati il giorno delle Befana. Uno lo voglio di giorno e l'altro di notte





lunedì 10 dicembre 2018

La lamparita



La iluminación de una habitación a veces  nos puede cambiar de humor, en eso pensó Inés aquella mañana gris de diciembre, entrando en su cuarto.
A la derecha había una lámpara de pared un poco mortecina, la encendió a pesar de que la persiana de la ventana estuviera subida. En seguida tuvo una sensación de desconsuelo y recordó el caserón frío y húmedo de su infancia. Luego encendió la lamparita de la mesilla de noche y el dormitorio de golpe le pareció más acogedor.
Inés de pequeña dormía con su hermana, en el cuarto no tenían lamparita en la mesita, sólo una lámpara central, un bombilla cubierta por globo de vidrio verdoso, que daba muy poca luz. Las camas eras dispares y casi se tocaban, sólo un pequeño pasillo las separaba, había una ventana alta que daba a la escalera, donde había una gran claraboya. Una primavera, a mitades de los años sesenta, les renovaron los muebles. Pusieron una cómoda con varios cajones, un perchero, cambiaron las camas viejas y la mesita de la abuela por dos camitas iguales con una mesilla de noche de conjunto, todo ello de madera clara, con bordes más oscuros. A las dos hermanas les compraron también una lamparita. Llamaron al colchonero del pueblo para que rehiciera los colchones. El hombre trabajó todo un día con esmero sacando, peinando, cepillando y cardando la lana vieja del colchón, luego añadiendo lana nueva que había traído consigo. Todo ello en la terraza del primer piso, para evitar que toda la casa se llenara de polvo. Aprovechó la tela descolorida para reforzar las esquinas, cosiendo con una aguja grande y gruesa, pero la mayor parte la cubrió con una nueva funda de algodón  de  rayas blancas y azules. Los colchones quedaron como nuevos. Por supuesto las niñas también estrenaron sábanas y cubrecamas. Las mantas eran de lana, algunas, las más viejas habían sido de los abuelos o de alguna tía soltera, otras  con los bordes de un tejido más fino,  las  habían comprado años atrás en Barcelona. Para calentar los pies les pusieron dos pequeños edredones de plumas.
Inés por aquel entonces tenía unos ocho años. Carla, quien ya se sentía toda una mujercita, hacía poco que había cumplido quince. En verano, los fines de semana, Carla solía invitar a dormir a Isabel, una de sus amigas. Se metían las dos en la misma cama, con la cabeza llena de rulos y cuchicheaban horas y horas. A veces la pobre Inés se despertaba y desde la otra camita les decía:
- Hablad más flojo o mejor apagad la luz de una vez, por favor.
- Qué pesada que eres, ya te voy tapando la lamparita, si te molesta tanto. Déjanos en paz, le contestaba Carla.
Inés no entendía porque tenían que charlar tanto, a pesar de que hubiera pasado cantidad de tiempo desde aquel entonces aún recordaba que el tema de conversación de las dos muchachas, era siempre el mismo: que si a mí me gusta ese chico, que si él va detrás de otra, que si aquél otro pelma me sigue a todas partes y no logro sacármelo de encima, que si la rosca que me enseñaste no va con mi pelo, que no me acaba de convencer la nueva depiladora, que si tengo pocas caderas y demasiadas tetas, que me veo horrorosa con esos granitos, etc.
Inés se volvía a dormir, pero se despertaba de nuevo al cabo de un rato, pues las dos cotorras seguían y seguían hablando hasta el amanecer.
Una noche le despertó un olor de plástico quemado. Carla e Isabel estaban dormidas y no se habían dado cuenta de que el traje de baño que habían puesto sobre la lamparita se había calentado tanto que empezaba a echar humo.
Inés sacó en seguida el bañador de la lamparita y sonrió viendo que la parte postiza de plástico del sujetador se había estropeado, un pecho era puntiagudo y el otro chato. Ya se imaginaba a Carla refunfuñando cuando lo hubiera visto, ella que tenía un pecho tan bonito y que estaba tan orgullosa de él.
- Nadie tiene la culpa, lo importante es que mamá no se entere, se dijo.
La madre les tenía prohibido leer antes de dormirse, pero a ambas les gustaba esconder un libro bajo la almohada. Cuando ya no se oían los ruidos y voces de la cocina, quería decir que sus padres se habían sentado en el sofá de la salita para mirar la televisión que hacía bien poco que habían comprado; entonces volvían a encender la lamparita y sólo la apagaban al oír los pasos o las voces de madre  por el pasillo; pues sabían que cada noche, antes de subir las escaleras para ir a acostarse, ella iba a echar el cerrojo de la puerta de entrada principal de la casa. Era una vieja puerta de madera que la madre abría de par en par cada mañana, para que entrara la luz de la calle. Tras un pequeño zaguán cubierto con azulejos, había otra puerta de cristales opacos que estaba siempre cerrada. Era muy cómoda, pues si alguien tocaba el timbre en seguida se podía adivinar quien era la persona que llamaba, por la sombra que dejaba traslucir por la vidriera
Inés no entendía porque les habían prohibido una de las cosas que más le gustaba; y pensar que la madre, a quien de joven le encantaba leer novelas de amor, les había contado que su abuela hacía la misma cosa con ella,  apagando la luz le decía:
- A la cama se va para dormir y no para leer
La madre estaba delicada de salud y a pesar de que con su marido se llevara bien, estaba a menudo enfadada, quizás porque criar tres hijos era mucho trabajo para ella, pues nadie la ayudaba en las labores de casa. Lo que más le agobiaba era hacer la comida y la cena día tras día. A menudo, después de cenar, se pelaba con Carla, mientras fregaban los platos. Inés no soportaba las riñas y malhumores, por eso desaparecía de la cocina. Iba a su habitación, encendía la lamparita, cogía  un  libro de cuentos y se ponía a leer, luego, cuando oía que se habían apaciguado, volvía a la cocina.
El cuarto de las niñas en invierno era frío, la estufa de leña estaba en la cocina y por supuesto el calor no llegaba a la primera planta, donde estaban ubicados los dormitorios. Para calentar las sábanas húmedas de las camas, la madre les preparaba bolsas de agua caliente. Los primeros que subían las escaleras para ir a la cama eran  los pequeños, Inés cogía de la mano a Tomás, su hermanito. Carla siempre se acostaba un poco más tarde, pues antes se encerraba en el cuartito de baño y se ponía con esmero rulos en la cabeza para dar forma a su melena.
Durante los días más fríos Inés no leía en la cama, pues era incómodo sacar las manos fuera de la montaña de mantas que la madre les ponía. Pesaba tanto la ropa de la cama que al entrar en ella Inés se quedaba quieta, hasta que no se dormía. A menudo le salían sabañones en las manos y se rascaba tanto que se le hacían llagas y costras. En cambio durante las demás estaciones las dos hermanas cada noche leían en la cama a escondidas.
La sensación de bienestar tras encender la lamparita, a pesar de que hubieran pasado más de cincuenta años y de que se encontrara a mil kilómetros de distancia del viejo caserón, a Inés le pareció la misma que la que sentía de niña cada vez que se refugiaba en su cuarto y prendía la lucecita.












domenica 2 dicembre 2018

El chiringuito cerca del rio










 




Cuando Isabel quiere salir del ajetreo de la ciudad y no tiene ni tiempo ni ganas de ir la bicicleta o en coche, va andando a largo del río, hasta el puente S. Niccolò. Tras cruzar unos semáforos, la vereda se ensancha entre el parque y el río; es allí donde hace pocos años que pusieron unas cuantas mesas y sillas de exterior, color verde oscuro, todo bastante sencillo. A pocos metros de la orilla, un poco más hacia el interior, hay un chiringuito. Lo llevan unas chicas que no se dan prisa para servir, al contrario si uno no va a buscarse la bebida, nadie se la trae.
Durante las mañanas soleadas del domingo, hay bastante gente, sobre todo parejas con niños que juegan, van en triciclo o duermen en los cochecitos. También hay mesas con dos o tres amigos que hacen tertulia, discutiendo de política o de fútbol, sin parar de fumar y de echar tacos; pero lo que más abunda son hombres solos. Suelen tomar un aperitivo o una cerveza con patatas fritas, cacahuetes o aceitunas, depende de la temporada. Algún que otro parroquiano toma una taza de café, pero sin falta todos beben, leyendo el periódico. Esos hombres solitarios nunca tienen prisa, porque saben que para ellos es mejor ir a casa lo más tarde posible, cuando sus esposas hayan terminado de guisar la comida dominical, después de haber trajinado toda la mañana por la cocina. A veces Isabel encuentra algún que otro conocido que le van diciendo que es tarde y que se tienen que ir a comer, porque su mujer lo espera, sin embargo no logra irse a casa hasta que la esposa no lo amenaza por teléfono, diciéndole:
- Siempre igual, ni un día que vuelvas puntual para poner la mesa, eres un desastre. Tu madre acaba de llegar con la cuidadora y ya me está dando la lata. Como no llegues en diez minutos vamos a empezar sin ti y no te vamos a dejar ni las migas.
Entonces el marido, a pesar de que se sienta maltratado, se marcha deprisa y corriendo.
En primavera, a principios de verano y en septiembre, al atardecer las mesas suelen estar abarrotadas de grupos de estudiantes, a veces Isabel sonríe observándolos mientras hacen problemas de matemáticas, química o estudian verbos latinos, literatura u otra asignatura; entonces piensa en que el ambiente fluvial debe de ser bueno para concentrarse.
Casi nunca hay forasteros, pues el lugar está bastante apartado de los circuitos turísticos.
Últimamente Isabel ha ido alguna vez entre semana, después de comer, hacia las tres y media, para aprovechar los últimos rayos de sol de las tardes de invierno. A Isabel le interesan más las personas que los lugares, por eso enseguida nota que en los día laborables hay gente más rara, hay pocas mujeres, abundan los hombres más bien mayores, o bien son jubilados o gente que trabaja poco.
Generalmente escoge una mesa en que toque el sol y donde la sombra llegue más tarde, se sienta y abre el libro que lleva en el bolso; de vez en cuando levanta la cabeza y se distrae mirando el río, donde el agua remansa y los pájaros acuáticos chapotean, buscándose algo para tragar. Eso la relaja cantidad.
A veces le llegan trozos de conversación de otras mesas, Isabel sin querer escucha.
Hay dos cinquentañeros a su lado o quizás tienen casi sesenta, pero a Isabel le parecen un poco más jóvenes que ella. Su aspecto es bastante anodino, uno es más bien gordo y completamente calvo, el otro es delgaducho, el cabello entrecano y lleva gafas muy graduadas. El corpulento, parece un poco mandón, pues todo el rato lleva la voz cantante. Están bastante cerca de ella, sin embargo Isabel no entiende bien lo que dicen, sólo algunas palabras sueltas. La voz que le llega es floja y melosa, como la de los clérigo rezando u oficiando una misa o tal vez un rosario.
Isabel reconoce la voz que le dice:
- Niña tienes que hablar, no te quedes callada, confiesa tus pecados.
Es la voz de un sacerdote que está sentado dentro de un confesionario, lleva una sotana negra con muchos botones y encima una casulla blanca.
Isabel está arrodillada con la cara pegada en la rejilla lateral y no logra abrir la boca. El cura enojado sale del confesionario, la coge por el pescuezo, la arrastra hasta la parte frontal del confesionario, la obliga a arrodillarse y le apoya bruscamente la cortina de terciopelo negro en la espalda. Luego él vuelve a entrar en el confesionario y enciende una pequeña bombilla que ilumina muy poco.
- Ahora si que te veo bien, o me sueltas tus pecados o te vas a ir al infierno ¿Me entiendes o estás sorda? Le dice el clérigo.
Isabel tiene la cara del cura muy cerca de la suya, a pesar de la tenue luz del confesionario nota el color negruzco o más bien morado, de su enorme nariz chata, con la punta un poco aguileña, que contrasta con la piel clara salpicada de manchas y granos rojizos. Vislumbra enseguida sus labios finos siempre apretados, con una mueca de disgusto; también se da cuenta de que sus orejas son desproporcionadas, con pelos blancos que salen de ellas, pero lo que le infunde más miedo son sus ojos azules, saltones e impertinentes que la escrutan insistentemente. Empieza a temblar, se apuntala con las manos en el estante de madera y descubre que aún tiene un poco de fuerza para intentar alejarse de aquel hombre. A pesar de que sienta las piernas débiles, logra dar un brinco y apartar la lúgubre cortina para salir de aquel confesionario. Corre, hacia no sabe dónde, buscando una zona iluminada, pero sus ojos aún siguen en la penumbra del confesionario. Sale de la iglesia, a fuera es de noche y las farolas están apagadas. Corre un largo tramo de la calle principal, la que lleva hacia el mar, pero en un cierto momento siente los pies mojados y el ruido de las olas. Ya está en la orilla, a lo lejos ve una pequeña luz, es una barca que se está acercando. Se zambulle en el agua, antes de que el confesor logre agarrarla otra vez. Ahora se siente aliviada y segura, poco a poco va amaneciendo y las tinieblas y el terror del confesionario desaparecen.
Isabel abre los ojos y se da cuenta de se ha quedado dormida un rato.
- Mira por donde, se me ha aparecido el viejo párroco del pueblo, su rostro enojado lo conservo desenfocado, pero su voz desagradable no la olvidaré jamás; recuerdo que por aquel entonces tuvo que ser operado de las cuerdas vocales, por eso hablaba muy flojo, pero a los niños nos reñía, gruñendo y refunfuñando, con una potencia expresiva que asuntaba incluso a los mayores; fue él quien me confesó el día antes de la primera comunión, se dice a ella misma en voz baja, para que nadie pueda oírla.
Isabel se da la vuelta discretamente y ve que el hombre gordo está tirando las cartas de tarot al flaco. Acerca su silla a la mesa de los vecinos para que le toque mejor el sol, entonces oye su conversación:
- Hoy las cartas no son muy buenas, veo a una persona que te persigue y te hará sufrir, por suerte no logrará alcanzarte, pero tienes que estar alerta. Es alguien de tu familia o un conocido muy cercano. No te fíes de él o de ella. El otro día me dijiste que acababas de echarte novio, podría ser él quien te quiere hacer daño.
El flaco se levanta y le dice al mandón que que no quiere oír más tonterías, que su pareja es muy buena persona, el problema quizás sea la madre de él. Ella si que amarga al hijo y no lo deja vivir. Luego se vuelve a sentar.
- Pues aléjate de esa mujer, seguro que es ella la que quiere destrozar tu vida, para que no salgas con su hijo, dijo el adivino.
- Espero que esa bruja no averigüe donde vivo ¿Seguro que no me va a alcanzar? Dime la verdad.
- Tranquilízate, las cartas no se equivocan. No vayas nunca a casa de tu futura suegra, aunque te invite. Si te llama por teléfono con voz melosa, inventa cualquier escusa, que estás malo, que tienes una enfermedad contagiosa y que no puedes salir a la calle o algo así, para que no insista más. Hizo una pausa y luego dijo:
- No temas, pero sigue mis consejos. Bueno, se ha hecho tarde, dijo el gordo mirando su reloj de pulsera.
- ¿Nos vamos a ver el próximo martes a la misma hora? Espero que mi horóscopo sea mejor que el de hoy. ¿Cuánto te debo?
Isabel se levanta pues el sol se está poniendo, sus dos vecinos también se han abrochado los abrigos y se están despidiendo.
Mientras Isabel vuelve a casa, paseando lentamente, piensa en los confesores, en los brujos o adivinos que echan cartas, en los psicólogos, en los psiquiatras o demás personas que se dedican a escuchar a la gente para ayudarles; se para, antes de adentrarse hacia el centro de la ciudad, observa de nuevo el agua del río que corre, entonces cae en la cuenta de que el antiguo párroco de su pueblo no era uno de ellos, sino un pobre infeliz, quien no sabía o no quería ayudar a nadie, al contrario alguien hubiera tenido que darle una mano a él para lograr hacerle sonreír.











domenica 11 novembre 2018

Cena con ópera













Hay días que nacen enrevesados, incluso puede que se vuelvan agobiantes y no hay quien los cambie, sin embargo otros que al principio parecen aburridos o insignificantes al final se vuelven especiales. Eso le pasó a Paula aquella noche.
Su vida, como la de cada uno quien trabaje, iba deprisa, se le escapaba de las manos. Los hijos casi treintañeros se habían ido de casa, la mayor vivía en otro país, al pequeño le costó más mudarse, pero lo estaba consiguiendo.
Su marido últimamente no paraba nunca por casa, estaba ocupado mañana y tarde; en realidad estaba jubilado, sin embargo, siendo muy mañoso ayudaba a unos y a otros a reformar la vivienda.
En aquella época estaba acabando las obras del apartamento del hijo pequeño. Dinero había poco, tras la entrada que habían debido pagar para comprar la vivienda y no digamos la hipoteca; por eso las obras se las iban haciendo poco a poco ellos mismos, con la ayuda de un albañil y un electricista.
Paula trabajaba como profesora, pero intentaba recortarse ratos para sus aficiones, eso le frenaba el tiempo inexorablemente escurridizo.
De vez en cuando le gustaba quedarse en casa, preparando clases, escuchando la radio, leyendo o  dedicándose a la cocina. Aquel día volvió del trabajó más tarde de lo que había previsto. En casa no había nadie. Pensó con añoranza en los días en que su marido le preparaba la cena y se dijo:
- ¡Qué gusto llegar a casa y oler un guiso apetitoso!
Luego se imaginó otro escenario, en donde ella vivía sola, como algunas de sus amigas recién separadas. Seguramente de estar sola no hubiera puesto la radio, habría encendido el televisor, para sentirse más acompañada. Ni siquiera hubiera empezado a preparar la cena, ni a poner la mesa. Habría comido una tontería, quizás un poco de pan  tostado, tomate y queso.
En lugar de sentarse y recalentar alguna vianda del congelador, empezó a guisar unas verduras y a poner en una vasija un poco de requesón, mantequilla y trufas ralladas.
Puso la radio y la gran sorpresa para Paula fue que anunciaron que a las ocho en punto darían en directo la obra lírica, Cenerentola de Rossini, la misma que ella y su marido irían a ver aquel fin de semana.
Esa coincidencia que le brindaba el azar la puso de buen humor, subió el volumen de la radio y esperó a que empezara el primer acto.
Aquel día, que había nacido insignificante,  estaba volviéndose más interesante.
Llegó su marido cansado, pero satisfecho de lo que había hecho. Le contó a Paula que estaba montando los muebles de la cocina y que no era nada fácil.
- ¡Qué olorcito más bueno! Me voy a duchar. Dentro de diez minutos  ya voy a estar listo. Tengo un hambre de lobo.
Paula puso la mesa con un mantel de los buenos y abrió una botella de vino tinto joven.
Era un miércoles y la mesa parecía la de un día de fiesta.
- ¿Pongo la tele y apago la radio? Le preguntó él
- No, esta noche quiero cenar con una ópera lírica, le dijo ella.
Mientras Paula estaba sirviendo los platos, el locutor acabó de contar la historia de la obra y empezó la entrada del primer acto con una música estupenda.
Paula se estremeció y sintió un gran placer en sus entrañas.
El marido le dijo:
-  ¡ Paula, hoy te ha salido muy buena la pasta! ¿Por qué estás tan  contenta ? ¿Te ha ocurrido algo de bueno?
- Si, he caído en la cuenta de que  a pesar de que haga más de cuarenta años que compartimos mesa y cama, aún logramos disfrutar cenando juntos. 








giovedì 1 novembre 2018

Apuntes de Lanzarote













Alicia, el verano en que cumplió sesenta años, se obstinó en ir de vacaciones a Lanzarte. Quería cambiar, pues desde hacía cantidad de años solía veranear en un pueblo de la costa catalana. Todo el mundo le iba hablando de las Canarias, pero ella aún no había estado en las islas. Los españoles suelen ir allá en invierno por el clima suave o en verano porque hace fresquito, algunas parejas escogen una de las islas para su viaje de novios, además todo el año desde la península salen vuelos bastante baratos.
Se acordó de Juan, el marido de su hermana, a principios de los años setenta ya salían juntos. Él les traía regalos a los pequeñajos de casa, cada vez que volvía de Las Palmas, tras ir a jugar a baloncesto con el equipo de primera división, donde jugó dos o tres temporadas.
Sus padres, cuando se jubilaron, también fueron a pasar unos días a las islas y volvieron aún más cargados de cosas: calculadoras, relojes, perfumes, cartones de tabaco, puros, etc. Sin embargo los que más apreciaron la naturaleza de aquellas tierras volcánicas fueron Tomás, el hermano de  Alicia y Celia, su cuñada. Los dos estaban enamorados de Lanzarote, fueron un par de veces, en temporada baja. Disfrutaron, bañándose y tomando el sol y el viento en las enormes playas o haciendo excursiones, subiendo los lomos de las montañas volcánicas hasta a los cráteres; pero de eso hacía muchos años. A Tomás le gustaba tirar fotos con su cámara profesional cuando salía de casa y Celia cada dos por tres se las enviaba. A Celia le encantaba escribir cartas. Alicia, cada vez que miraba las fotos de la pareja, caminando por aquellos paisajes lunares, con sus mochilas a cuestas, le entraban ganas de ir.
Escribió a su hija porque sabía que  hacía poco que había ido con su novio a ver a una amiga que trabajaba en Lanzarote.
Blanca le envió un correo con apuntes de viaje, pero no suyos, sino de Jorge, uno de sus compañeros de piso. Jorge, era chico madrileño, que trabajaba en el sector de la moda, le gustaba mucho viajar y hacía poco que había ido de vacaciones a la isla con un amigo. Jorge al cabo de pocos meses se fue de Madrid para ir a vivir a Barcelona, por eso Alicia nunca llegó a conocerlo, para darle las gracias.
Los apuntes de Jorge empezaban así:

Queridos amigos,
os hago una lista de las cosas de Lanzarote que no os podéis perder.
El Parque Natural de Timanfaya: Lanzarote es una de las islas Canarias que más recientemente ha sufrido erupciones (creo que la última ha sido en la isla de la Palma pero en 1730 hubo la super erupción en Lanzarote que creó lo que ahora es el parque de Timanfaya). El tema consiste en: vas en coche hasta un punto en el que todo el mundo tiene que dejar su transporte personal y subirse en un bus que te explica y te recorre el parque, merece mucho la pena porque el paisaje es increíble. Lago Verde, El Golfo, Salinas del Janubio y Hervideros: está todo en la misma zona.
El Lago Verde es un lago verde que es así porque tiene unos minerales que lo hacen de ese color y es super guay de ver.
El Golfo es el pueblo que está al lado del Lago Verde y donde se come de maravilla. Os recomiendo totalmente el restaurante "Plácido": son majísimos y la comida es super buena. Lo típico para que comáis allí es pescado "Vieja" (es un pescado de las aguas de las islas Canarias que se alimenta de gambas y tal, así que os podéis imaginar que tiene un sabor muy fino mmmm!). Además en Plácido preparan las "Lapas" más ricas que he comido en todo Lanzarote. También os recomiendo "gamba de Lanzarote". El vino denominación de Lanzarote es bueno el blanco (os recomiendo la marca Bermejo, tiene una botella muy bonita bastante característica El tinto no merece tanto la pena.
Salinas del Janubio: son unas salinas que están también por la zona, espectacular paisaje.
Los Hervideros: son unas rocas-cuevas-paredes que se llaman así porque cuando hay mucha marejada, el agua choca y la espuma que sale hace el efecto como si estuviera hirviendo... muy chulo, a ver si tenéis suerte y pilláis el agua enfadada jeje. Jameos del Agua y Cueva de los Verdes: están uno al lado del otro. Es lo que os conté del Jameo el otro día en el bar. Cada acceso vale una entrada separada. Si pasáis de entrar en los dos, os recomiendo y es mucho mejor los Jameos del Agua.
Los martes y sábados los Jameos están abiertos también por la noche.
Isla de La Graciosa: para mí un must 100%.
Hay que ir en barquito desde el Norte de Lanzarote, del puerto de Órzola, Hay dos compañías que hacen el trayecto de mar, es mucho mejor la de Biosfera Express porque te explican todo y te dan mapita de la isla, super majos. La otra linea marítima se llama "romero" y son como más funcionales, pasan del turista.
Si os queréis quedar a dormir (merece la pena una noche, para ver la "vida nocturna en una isla de 200 habitantes, hjehje") hay una pensión llamada Enriqueta que sale baratísimo (es super super sencilla pero limpia).
Recomendaciones para la Graciosa: hacer rutas en bici (sobre todo la que llega a "Playa de Las Conchas") y llevar gafas para bucear un poquito. 
Comer no se come especialmente bien así que lo mejor es bocatas y pasar el día por las playas (hay una panadería en el pueblo que hace bocatas muy ricos). 
Museo/Fundación César Manrique: yo soy fan de este sitio. Es lo que fue su casa en Lanzarote, que ya antes de morir la convirtió en Fundación y tiene obras de arte tanto suyas como de otros artistas: Chillida, creo que algún Picasso... 
Está en el pueblo de Tahíche. Y la casa en Haría es simplemente genial. Tenéis que ir
Arrieta y Punta Mujeres: pueblo del Norte 100% auténtico y a penas invadido por el turismo. Hay una playa en Arrieta y un montón de piscinitas naturales por Punta Mujeres (lo ideal es ir andando por Punta Mujeres y elegir la piscinita que más os guste para daros un chapuzón)
Allí para comer os recomiendo "El Amanecer", un restaurante que está en Arrieta. Tiene una terraza al fondo donde se está muy bien si no hay viento. 
Femés: es uno de los pueblos más altos de Lanzarote, está por el sur subido en una montaña. No tiene prácticamente nada super especial más que eso, que está muy alto y hay bonitas vistas. Y ... hay un restaurante donde se come "Cabrito" buenísimo. Jeje. Y un flan casero de Postreee mmmmmmmmmmmmmm No recuerdo el nombre del restaurante pero recuerdo que tiene como una terraza de madera color verde... creo que era Casa Emiliano, pero confirmad lo de la terracita de madera... Cabrito rico rico. Creo que hay que pagar en efectivo!
La Geria: es la zona de cultivo de vides y bodegas. Paisaje muy bonito para hacer en coche. Hay un "museo del vino" por la zona, yo no he estado pero seguro que está genial. 
Arrecife: es la capital y no tiene mucho mucho que ver, pero merece la pena ir 2 ó 3 horillas si tenéis muchos días. Además tiene una especie de fortaleza que entra hacia el mar que es bastante bonita para dar un paseo. Luego, hay un hotel de 5 estrellas muy alto (el único edificio alto de la isla) que tiene un restaurante en el último piso con unas vistas al mar que flipas. El restaurante es carillo para ser Lanzarote, pero comparado con Madrid es parecido.
Famara: playas guays sobre todo para hacer surf. (Parque de los cactus)
Otros consejillos:
Comida: pescado típico: Vieja (ya os lo he contado arriba) y Cherne (es de la familia del mero y todos esos); papas arrugadas y mojo (un clásico) ; lapas (yo las comería solo en "Plácido" en el Golfo), son como mejillones pero más durillos; Cabrito frito: todo un clásico de la isla, como os decía arriba, en Femés está muy rico pero es un plato que podéis encontrar en más lugares; flan: no sé por qué hay mucho flan casero por ahí, muy rico. Normalmente lo ponen con nata pero podéis pedirlo sin nata;
Vino: vino blanco en general: personalmente el que más me gusta es el Bermejo (que os decía más arriba también) y también es mítico el Vino de Yaiza.
Cuándo no ir a la playa: en la medida de lo posible intentad encajar vuestros planes para ir a la playa entre lunes y viernes porque hay menos gente. El fin de semana podéis hacer otros planes que no impliquen playa.
Compras: lo que sigue saliendo barato en Canarias además del tabaco son las colonias y perfumes.
Qué os divirtáis!!

Alicia imprimió los apuntes y se los puso dentro de un libro en la maleta. Ella y su marido siguieron todas las indicaciones de Jorge, menos la del cabrito, porque no comían carne.
Gracias a Jorge no sólo disfrutaron ellos, sino que lo hicieron también sus amigos, los que iban yendo a Lanzarote, pues Alicia, antes de que salieran de viaje, les enviaba un correo con los apuntes.
Si Jorge supiera que su borrador había dado la vuelta al mundo estaría la mar de contento, pensó Alicia una tarde mirando las fotos de Lanzarote. 








 

domenica 21 ottobre 2018

La vida anodina de Marta














La conocí una tarde de otoño a finales de los años ochenta. Fue ella quien por primera vez tocó el timbre de mi nuevo apartamento. Al descolgar el interfono una voz de mujer me dijo:
- Hola, soy Marta, una compañera de trabajo de Victoria, ella me ha dado tu dirección. ¿Tú eres Elisa, no? ¿Me invitas a tomar una taza de té?
Yo le dije que sí, que yo era Elisa, pero que en casa no tenía té, pues hacía poco que me había mudado y terminé diciéndole que con mucho gusto la invitaba a tomar un zumo de fruta.
Esperé a mi invitada en la puerta, subió las escaleras de dos en dos, sin embargo al entrar me pareció una chica sosegada. Marta, tomando pequeños y frecuente sorbos de zumo de naranja, me contó que vivía sola en un apartamento pequeño. Había logrado alquilarlo a un buen precio, pues los dueños eran los padres de una profesora de su Instituto. Estaba cerca de la escuela donde daba clases, tras haber ganado oposiciones y por consiguiente una plaza para la enseñanza. Su marido se había quedado a vivir en Firenze porque allí tenía un buen trabajo. También me dijo que aquella misma tarde había comprado una bicicleta de segunda mano.
Noté que a Marta al atardecer le gustaba vagabundear por el centro de la ciudad.
-¿Has visto la muralla tan bien conservada? Traza un perímetro hexagonal, rodeando completamente, como si los ciñera, todos los lugares relevantes de la ciudad, el Duomo, la plaza Dante, el museo arqueológico, el teatro y todos los edificios antiguos, me dijo entusiasmada.
Luego me contó que había dado conmigo, leyendo el nombre de la placa de una calle:
- Via dell'Unione, me suena ¿Quién me ha hablado de esta calle? Se preguntó, pero en seguida se percató de que había sido una compañera de trabajo.
Y luego se dijo:
- Ya me acuerdo, Victoria, la profesora de Mates que cada mañana madruga tanto para llegar a la escuela, porque tiene dos hijitos pequeños y no los quiere dejar toda la semana solos; si, ella me dijo que en esa calle había alquilado un piso una amiga suya, también profesora y de Livorno como ella.
Bajó de la bici, la amarró con cadena y candado, que también había comprado aquella misma tarde y la estacionó en la parte más ancha de la acera, cerca de la esquina.
Victoria le había dado una nota con mi dirección, pero Marta se la dejó olvidada dentro de un libro, por eso tuvo que ir a preguntar a la tienda de ultramarinos, a pocos pasos de la esquina, por si sabían algo de la nueva inquilina.
Nadie le supo decir nada, pero al salir de la tienda vio a un señor anciano asomar por la puerta, apoyado en su bastón. Andaba a pasitos lentos, pero decididos, mientras iba saludando a unas mujeres que entraban. Había oído su charla con la dependienta, por eso le dijo que el señor Rappezzi había alquilado su apartamento a una maestra forastera. El viejecito la acompañó hasta el número seis.
Sigo preguntándome de donde le salió a Marta el ímpetu para ir a casa de una desconocida de la que ni siquiera sabía bien cuál era su dirección.
Estuvimos charlando mucho rato, yo le conté que también había ganado oposiciones como ella y que el año anterior estuve trabajando de suplente en una escuela de la Isla de Elba, porque allí  tenemos una casita a orillas del mar, que mi difunta abuela dejó en herencia a mi madre.
- Es un sitio precioso en verano, sin embargo desierto en invierno. Me espabilé mucho viviendo sola sin mis padres quienes se metían mucho conmigo aunque fuera de buena fe, pero mi vida isleña en los días de mal tiempo era triste por eso he aceptado la plaza en Grosseto aunque esté lejos de mi ciudad, dije todo eso de corrido, sin respirar, como si tuviera miedo de que alguien me oyera.
Me acuerdo de que también le dije que era la primera persona que llamaba a la puerta de mi piso.
Al despedirnos planeamos ir juntas alguna que otra tarde al cine o al teatro. Me dejó el número de teléfono de sus vecinos, los señores Tognazzi, los dueños de su apartamento. Ya que yo tenía la suerte de tener teléfono en casa, le di mi número. Quedamos en que nos llamaríamos.
Si tengo que decir la verdad, fui yo quien llamó primero. Dejé el recado a la señora Tognazzi y Marta me llamó al cabo de un rato.
Me dijo que estaba liada preparando clases. Me contó que cada tarde dedicaba unas horas a las tareas de sus alumnos. No quería tener cosas pendientes, por eso sólo al atardecer se sentía libre y salía a dar una vuelta en bici. Luego se preparaba la cena a base de verduras, generalmente guisaba más de lo necesario, porque lo que le sobraba le servía para la comida del día siguiente. Se acostaba temprano, ponía la radio, que le había regalado su marido y luego abría el libro que había dejado el día anterior en la mesilla de noche. La vida anodina de Marta se repartía entre el trabajo y las tareas en casa.
Una tarde me dijo que al día siguiente podíamos quedar para ir a ver una película, basada en una novela de Milan Kundera, que hacía tiempo que deseaba ver y no la quería perder. Aún me acuerdo del título: La insoportable levedad del ser.
Era una historia de amor, o sea de celos, de sexo, de traiciones y también de las debilidades y paradojas de la vida cotidiana, de dos parejas cuyos destinos se entrelazaban irremediablemente.
Nos gustó mucho a las dos, ella había leído el libro y disfrutó sentada en una de las butacas destartaladas del cine más antiguo de la ciudad. Al salir, antes de montar en bicicleta, me preguntó:
- ¿Tú has tenido un grande amor?
Yo le conté lo que me pasó cuando me dejó mi primer novio y de lo mucho que sufrí, pues yo ya me había montado mi futuro, ya me veía casada con él. Era muy guapo e inteligente, estudiaba para notario, tenía bastantes años más que yo. Yo era una chiquilla a su lado, él era un ser perfecto. Se llamaba Octavio, era ambicioso y tenaz. Vivía lejos de mi ciudad, nos veíamos sólo en verano. Los últimos meses, antes de que me abandonara, algo le pasó a Octavio, pues por teléfono se le notaba una voz rara. A principios de verano me llamó diciéndome que estaba estudiando muchas horas para las oposiciones y que estaba muy nervioso y agobiado, no sabía lo que le pasaba, por eso necesitaba un poco de tiempo para reflexionar y que era mejor dejar de vernos por una temporada. Aquel verano no apareció por la playa. En otoño, supe por mis padres que Octavio se iba a casar con otra chica. Me sentí engañada. Fue una gran decepción, mi modelo de hombre se había desmoronado.
También le conté que después de Octavio  tuve  algún que otro amante, pero sin importancia.
- Mi vida de pareja era y sigue siendo un desastre, le dije
Luego seguí diciéndole:
- Creo que soy yo quien tiene la culpa, no consigo amoldarme a los hombres. Quisiera saber por qué me dejó Octavio, en qué me equivoqué yo. A raíz de aquello tengo miedo de volver a sufrir y no me abandono nunca al amor. ¡Mi inseguridad me mata!
- Pero que dices, seguro que tu te enamoras de chicos que no cuajan contigo. Todo es culpa del azar. La vida da muchas vueltas ¡Verás que buena  sorpresa te vas a llevar muy pronto!
Ella me contó cómo diez años atrás, por casualidad en una mesa de una terraza del café Zurich de Barcelona, había conocido a un chico italiano y que por una serie de coincidencias, habían acabado juntos. Luego, siguió diciendo que por él había dejado su país y que estaba contenta de haberlo hecho, a pesar de que sus padres no estaban conformes y de las complicaciones que tuvo al trasladarse a estudiar a Italia.
También me dijo que él se parecía al protagonista de la película, por eso aquella noche me hablaba de él, pues un poco lo añoraba.
Su última frase me quedó grabada:
- Es la primera vez que vivo sola y me gusta, a pesar de la situación emocional de la que estoy saliendo y que espero superar.
Entonces me habló de su hijo que había muerto hacía sólo unas pocas semanas.
-Te lo cuento porque me apetece y no porque cuando paso por la calle todos los conocidos me preguntan : ¿Dónde está el cochecito? Y a mí me toca responder: el niño falleció pocos días después de nacer.
Yo no sabía que decir,  me parecía una barbaridad que en nuestra época aún se murieran recién nacidos. Cambié de tema pues me daba un no sé que pensar en la muerte de su hijo, sin embargo ella siguió hablándome de su desgracia:
- Me tuvieron que retirar la leche, pues él niño vivía entubado en una incubadora.
- No pienses más en ello, le repetía yo sin cesar.
- No pude abrazarlo, era pequeño, pero su carita era bonita. Tenía una anomalía cromosómica muy rara en todas sus células, nos diagnosticaron que viviría como máximo algunos meses.
- Mejor que se haya muerto, vivir como un vegetal en una incubadora hubiera sido terrible para él y para vosotros. Ahora yo te veo bien, haces buena cara. Sino no me lo hubieras dicho, nunca hubiera imaginado que acababas de perder a un hijo. Le dije yo.
- Pues mira, me cae el pelo, serán las hormonas, por eso me lo he cortado, así cuando me lo lavo no veo tantos cabellos en el plato de la ducha.
- Te queda bien el pelo corto, le dije yo, ni siquiera para hacerle un cumplido, ya que en realidad a su cara le favorecía aquel corte.
Por suerte al final logré que cambiáramos de tema y empezamos a hablar de lo mucho que nos gustaba a las mujeres que nos hicieran cumplidos y nos mimaran y ella me contó:
- La primera tarde en que daba una vuelta por esa ciudad, un chico que iba detrás de mí en bici me echó un piropo: “¡Qué cuello tan bonito que tienes!”; Nadie había apreciado nunca mi pescuezo, creo que por eso me gustó tanto.
- Al final lo reconocí, era Michele, el hermano de una compañera mía de la facultad, un chico muy guapo, quien conocía apenas. Lo había visto sólo una vez en la plaza San Marco de Firenze, iba con su hermana, dijo eso sonriendo.
Mientras hablaba pensé en el hecho insólito de que una mujer quien ha perdido su niño se estremezca cuando un hombre es galante con ella. Yo de ella no sé si hubiera atendido a un desconocido. Creo que en sus condiciones no habría ni salido a dar un paseo y ni siquiera hubiera aceptado la plaza para la enseñanaza en una ciudad tan lejos de casa.
- ¡Soy feliz con mi vida insignificante! Me dijo al despedirnos.
Ya en aquellos días empecé a envidiar la vida anodina de Marta. No hacía nada de especial, al contrario, pasaba horas y horas leyendo o escuchando la radio. Eso era eso lo que más me gustaba de ella, se entretenía con sus pequeñeces.
- ¿Cómo podía ser feliz una chica a quien se le acababa de morir un hijo? Quise descubrirlo, pero cada vez que salíamos juntas me sorprendía con su entusiasmo.
- ¿Sabes que voy a dar clases de español a algunas profesoras de mi Instituto? Eso me ayudará a pagar el alquiler, me dijo una tarde.
Mi renta de alquiler era mucho más alta que la de Marta, porque mi piso era más céntrico y totalmente reformado; yo también, como ella, hubiera tenido la oportunidad de dar clases particulares de Matemáticas para mis gastos extras, que eran muchos, sin embargo no me apetecía, prefería echar la siesta y luego salir.
La vida insignificante de Marta influyó en mí positivamente, recuerdo aquel año en Grosseto, cómo una época de tránsito entre mi vida ajetreada de antes y la más pausada de después. Las dos teníamos treinta años entonces, aún no sabíamos lo que la vida nos reservaba.
Al terminar el curso, seguimos en contacto, recibí alguna carta suya y yo la llamé alguna que otra vez, pero poco a poco nos distanciamos y la perdí de vista.
Ahora que tengo sesenta y tres años me gustaría saber que ha sido de su vida. ¿Aún sigue con él? ¿Habrá tenido otros hijos?
Cuando tengo que tomar decisiones, sobre todo en relación con mi vida de pareja, pienso en Marta y me digo:
- ¿Qué haría ella en mi lugar?
Esa pregunta me da sosiego, luego me escucho atentamente a mí misma e intento entenderme, para resolver mis líos amorosos.
Sé que ella me diría:
- Déjate de hombres casados, aunque te gusten no te enredes, mejor estar soltera que sentirse compartida y además  con sentimiento de culpa hacia la esposa de él.
Hace meses que estoy buscando a Marta en el listín telefónico o por Internet, pero no hay rastro de ella, parece que haya desaparecido.
Tengo miedo de ir más a fondo con mis pesquisas. A veces pensando en ella me digo:
- Quizás esté jubilada y se haya ido a vivir con su marido a su país de origen o puede ser que se haya separado de él y viva en el campo lejos de los medios de comunicación o tal vez se haya quedado viuda y se dedique a los nietos en algún país lejano, pero lo peor sería que hubiera fallecido.
Tal vez sea mejor no saberlo, porque me gusta pensar en que Marta sigue adelante con su vida anodina, la que tanto le gustaba.