mercoledì 30 agosto 2017

El hombre del peine



Tuve la sensación de que aquel día iba empezando al revés, pero vayamos por partes.
Era un martes por la mañana de finales de agosto, hacia las ocho me despertó el gorjeo de los pájaros. Habíamos abierto de par en par la ventana, por el bochorno raro que hacía en el campo; me levanté intentando rescatar el sueño disparatado que aquel amanecer había rondado por mi cabeza; en lugar de desayunar, quien sabe por qué, decidí ir al mercado del pueblo a comprar fruta y hortalizas, pues recordaba que había un puesto donde vendían verdura fresca de la comarca. Estaba contenta pues, además de la fruta del mercado también iba a llevarme a casa los higos que nos había regalado un amigo, tras una tarde de recolecta. Coger el coche y salir temprano del pueblo hacia la ciudad, fue una cosa infrecuente, pero el hecho de que mi marido hiciera en sentido contrario la ruta de siempre en bicicleta, aún lo fue más.
Generalmente salíamos del pueblo para regresar a nuestro hogar los domingos por la tarde o por la noche, después de arreglar y cerrar la casa de campo y dejarlo todo listo; casi siempre cuando llegábamos a la ciudad ya era de noche.
A veces, en los fines de semana que hacía buen tiempo, ni demasiado frío, ni demasiado calor, él se animaba a ir en bici al pueblo, que está a unos sesenta kilómetros de la ciudad. En ese caso yo solía salir un poco más tarde en coche con todos los trastos. La carretera sube hasta un puerto de montaña de unos mil metros de altitud, luego baja hacia el valle donde corre el río; es un itinerario bastante agotador en bici, pero a él le daba mucha satisfacción hacerlo.
Volvamos a aquel martes por la mañana, mientras él pedaleaba, subiendo la primera cuesta, lo adelanté y lo saludé, mientras lo hacía tuve la sensación placentera de que íbamos ambos en una dirección inusual.
Por la carretera pasaban pocos coches, sin embargo había más tráfico en el carril opuesto, por eso pude mirar el paisaje con detenimiento, escuchar la radio y deleitarme, conduciendo, cosa muy extraña en mí.
Escuché un programa radiofónico en el que se hablaba de cómo aprovechar bien la vida, el secreto, decían, era agradecer y apreciar todo lo que teníamos aunque fueran pequeñas cosas.
Pensaba en todo ello cuando me llegó la imagen del sueño: un hombre de espaldas, quien lleva un traje azul marino y que está entrando en un cuarto muy amplio. Baja los peldaños de unas escaleras de madera, con una mano se apoya en la barandilla, con la otra agarra algo que yo no puedo distinguir, como si tuviera miedo de que se lo fueran a quitar. Luego lo voy perdiendo de vista mientras se adentra en la habitación de paredes blancas donde sólo hay un colchón por el suelo. Luego alguien abre la puerta del fondo y veo una calle cubierta de agua. Unos niños, mi hijo y unos amigos, chapotean y juegan a balón, como si fuera una piscina. Oigo la voz de mi hija que me llama para que haga gimnasia con ella. Luego anochece, aparece la luna, todos desaparecen, yo no sé que hacer, si quedarme o marcharme, siento un poco de ansiedad porque aún he sacado el billete de avión.
Al llegar cerca de casa divisé nuestra calle despejada de coches, eso también me pareció raro, luego caí en la cuenta de que, con el calor que hacía, seguro que muchas familias habían aprovechado los últimos días de vacaciones quedándose en la playa, antes de que los niños empezaran la escuela.
Mientras aparcaba el coche a dos manzanas de casa, bajo la sombra de unos árboles, divisé a la señora Frida, una vecina de casa, quien en verano salía poco porque sufría de corazón. Caminaba hacia mí, era una cosa inhabitual, pues ella  siempre  iba a dar un paseo corto para no cansarse y nunca se desplazaba hasta aquella plaza.
Me saludó y en seguida dijo sonriendo que aquella mañana se sentía bien y que además estaba contenta porque era martes, yo recordé que los martes y los jueves la chica de los servicios sociales le daba una mano.
- Me encanta que me mimen, nunca me he podido permitir una asistenta, ahora que tengo ochenta y cinco años ha llegado el momento de que alguien limpie por mí, siguió diciéndome.
- Me alegro que te encuentres bien. Dichosa tú que tienes una chica que te lo hace todo. ¡Qué te vaya bien la vueltecita! le dije yo, besándola en cada mejilla.
Al abrir la puerta del piso noté una ráfaga de aire caliente que casi me ahogaba, abrí las ventanas que dan al patio interior e hice pasar un poco de corriente.
Deshice la maleta y las bolsas amarillas. Saqué del fondo de una de ellas los higos del día anterior, estaban un poco macados.
- Tengo que hacer una tarta para que no se desperdicien, me dije.
Abrí la despensa y noté que no tenía harina, pero detrás del paquete azúcar encontré otro de harina integral, que había comprado para hacer pan y que nunca lo había hecho.
- Puestos a hacer cosas raras, voy a preparar un pastel de higos con harina negra.
Mientras preparaba la masa con azúcar, levadura, huevos y leche de soja, oí el sonido que hacen los mensajes del móvil cuando llegan.
Era mi amiga Marga quien me hablaba su marido:
Victor ha comprado dos peines nuevos, pero ninguno le gusta, prefiere el de siempre, a pesar de que le falten algunas púas, no lo quiere cambiar. Te lo digo para que sepas lo importante que fue que se lo devolvieras.
Leyendo aquel mensaje, sonreí y en seguida se me apareció la imagen del sueño y caí en la cuenta de que el hombre que bajaba por las escaleras, quizás llevara un peine en la mano y fuera Victor. Luego pensé en las palabras del locutor de la radio, y me dije que a sus consejos yo podía añadir otro:
A veces las pequeñas cosas de la vida se aprecian más si se hacen al revés.

PS: para los que no leyeron la historia del peine perdido, aquí la tienen












giovedì 24 agosto 2017

Pasta con calabacín, patata, tomate, queso y romero










A veces no tener nada en la nevera es agua bendita para un buen  plato de pasta.
Aquella tarde habíamos invitado a mi hermano y a  su mujer a cenar, diciéndoles que habría poca cosa, pues al cabo de dos días dejábamos el apartamento que habíamos alquilado en frente del mar. Ellos se imaginaban que iban a encontrar lo que se suele hacer en las noches de fiesta: un pica-pica a base de pa' i tomaquet, con embutidos  y queso, en cambio el azar quiso que  nos saliera  una cena para chuparse los dedos.
Abrí el armario y vi que sólo nos quedaba un paquete de pinzzocchere de la Valtellina. Lo habíamos traído de Italia y sabíamos que era un tipo de pasta buena, sin embargo nunca la habíamos guisado.
- ¿Qué te parece si  hacemos esa pasta? le consulté a mi marido.
- Como tu quieras.  Mira si hay  la receta en el paquete, me contestó él.
Había la explicación de cómo se podía preparar aquella pasta, pero  nos  faltaba la mitad de los ingredientes, como acelgas, cebollas, etc.
Abrí otra vez la nevera y mis ojos cayeron en los dos grandes calabacines que nos había regalado un amigo de Logroño, quien disfruta cultivando hortalizas en un huertecito que se montó no muy lejos de la ciudad, tras la herencia de una finca.
Tenía también ajos, un tomate maduro bastante grande y una patata mediana.
Corté en trocitos dos dientes de ajo y los puse a  dorar en una sartén, luego añadí pedazos muy pequeños de calabacín y de patata. A cabo de unos diez minutos  puse en  el sofrito el tomate maduro con la piel, cortado menudo. Añadí  luego sal y romero ( también se puede hacer con salvia).
Dejé  cocer la salsa a fuego lento una media hora, añadiendo de vez en cuando cucharadas de agua salada de la olla, que  había puesto  a calentar para  hervir la pasta.
Mi marido con el otro calabacín preparó una tortilla, que le salió exquisita.
Cuando llegaron los invitados abrimos la botella de Priorat que ellos trajeron. 
Pusimos a hervir la pasta y rallamos un poco de queso ( nosotros teníamos sólo parmiggiano pero cualquier queso curado  es ideal para esa receta). Escurrimos la pasta al dente y luego la agregamos a la salsa, todo ello en la sartén.  Con una cuchara de madera  fuimos amalgamandolo todo bien, luego añadimos el queso.
Mientras mirábamos los fuegos artificiales y disfrutábamos haciendo tertulia nos dijimos que aquella cena, tan pobre de ingredientes, había sido una de las más sabrosas.