giovedì 2 febbraio 2017

El mantel rojo












Primero puso el mantel rojo sobre la mesa, luego el jarrón con las rosas del jardín. Eran flores que duraban poco, los pétalos iban cayendo lentamente, pero a Isabel le encantaban. El gusto por los floreros lo había descubierto gracias a Luís,  su marido. Él, que pasó su infancia en un apartamento de un segundo piso, apreciaba las flores, reconocía muchas especies de árboles y se fijaba en todo lo verde, en cambio ella que había crecido en una casa con patio y corral, no le daba mucho valor. Aquel talento Luís lo había heredado de su madre, quien a pesar de haber tenido una vida dura, al quedarse viuda a los cuarenta años con pocos recurso y dos hijos pequeños, le gustaba pasear por la campiña y recoger ramilletes de flores. La mamá de Isabel había crecido en el campo, pero no le interesaban mucho las plantas, pues a ella le hubiera encantado vivir en la ciudad, sin embargo pocos años antes de fallecer empezaron a gustarle las flores. Isabel recordaba aquel cambio repentino en su manera de ser, incluso se volvió más detallista y cariñosa con los hijos y nietos.
De pequeña, su madre le contaba que la abuela y la bisabuela cuidaban y regaban las macetas del patio; una cancela de madera lo separaba del amplio corral, que daba a una calle secundaria por donde salían y entraban los carruajes. Pegados al muro había un gallinero, una cuadra para el mulo y otra para el cerdo. En un rincón un estercolero emanaba hedor y un cobertizo albergaba cajas, hoces, palas u otros utensilios para labrar la tierra. Al otro lado, a lo largo de la tapia, las dos mujeres habían plantado con esmero flores y otras plantas ornamentales.
Tras fallecer la bisabuela y la muerte repentina de la abuela, el jardín empezó a quedar descuidado. Fue una desgracia para todo el mundo ya que la abuela era alegre, trabajadora y muy ordenada. Tenía sólo cincuenta y siete años cuando un mal misterioso se apoderó de sus entrañas.
La madre de Isabel, tampoco tuvo mucha suerte, una infección pulmonar, que por un pelo no se la llevó al otro  mundo, la dejó delicada por toda la vida
El jardín, donde Isabel jugaba con sus hermanos, se convirtió más que nada en un almacén polvoriento lleno de utensilios para la labranza de la tierra; los gallineros desaparecieron poco a poco, lo mismo pasó con el estercolero. A finales de los años sesenta el carro y el mulo fueron substituidos por un coche y las azadas por un tractor. Isabel se acordaba que a menudo apoyada en la cancela observaba con tristeza los vehículos que entrando y saliendo destrozaban lo poco que quedaba del jardín de las abuelas.
- ¿Por qué nadie de mi familia cuida el jardín? Se preguntaba.
A ella le encantaba invitar a sus amigas a jugar en el corral de su casa, pero a veces se avergonzaba de tanto descuido.
La madre de Luís, cuando se jubiló, decidió mudarse, porque deseaba plantar rosales. Sus hijos la ayudaron a conseguir una vivienda adosada con jardín. Logró disfrutar algunos años cuidando sus rosas, incluso cuando iba perdiendo la cabeza, algunas veces salía al jardín para admirar sus flores.
Tras la muerte de la madre, Luís y sus hermanos no quisieron vender la casa de los rosales. El hermano de Luís, quien seguía viviendo en el pueblo, cada dos por tres iba a abrir la casa y a cuidar el jardín. Las rosas florecían sanas y bellas.
Isabel había llegado en coche a media mañana. Antes de salir de la ciudad había pasado por el taller mecánico, pues uno de los faros no le funcionaba, luego fue a la gasolinera, no tan solo para poner gasolina sino también para que le miraran el nivel del aceite del motor. Mientras el empleado le limpiaba los cristales ella se acordó de lo que hacía su padre antes de emprender un viaje y pensó en que había heredado muchas cosas de él.
Preparó la comida a base de hortalizas. Para postre pensó que iban a tomar una tajada de sandía. Pues tenéis que saber que la sandía que había llevado, no había parado de rodar por el maletero, cada vez que surgía una curva, por eso Isabel fue conduciendo despacio y con cuidado para que no se partiera.
A Luís le encantaba ir al pueblo en bici. Llegaba cansado, no sólo por los 50 kilómetros que había recorrido sino por el desnivel de la calzada. La carretera cruzaba un puerto de montaña de mil metros de altitud.
Aquel día mientras Luís se duchaba, Isabel mirando el mantel rojo pensó en la mesa  de la cocina de su infancia,  donde nunca ponían manteles, un hule era más páctico, en ella cada tarde hacía los deberes.
En el caserón había un comedor donde jamás ningún comensal se había sentado, lo usaban solo para recibir a las visitas importantes; cuando era pequeña, hurgando en los cajones del aparador, había visto algunos manteles blancos, los mismos que tras morir la madre, el padre se los entregó a los hermanos para que se los repartieran. A pesar de que nadie los hubiera estrenado,  el tiempo y la humedad los habían estropeado un poco, pues habían surgido   sombras amarillentas, pero los encajes de la bisabuela aún  eran preciosos.
Durante los años en los que estuvo compartiendo piso con otros estudiantes tampoco  acostumbraban poner mantel sobre la mesa.
En 1983 Isabel y Luís se casaron y alquilaron una vivienda amueblada en el centro de la ciudad. Una nave abovedada, donde entraba la luz de la calle a través de una gran ventana, era el salón-comedor, donde había un sofá destartalado, dos butacas orejeras y una mesa redonda con cuatro sillas; a través de una escalera de madera se subía a un altillo, donde había una cama matrimonial y una pequeña ventana. Justo debajo había una cocina y un cuarto de baño, ambos con una ventana que daba a un patio enorme. También había cerca de la entrada un trastero muy útil para poner bicicletas. Era perfecto para una pareja.
La primera noche en que cenaron allí pusieron la mesa con un mantel floreado que les regaló la madre de Luís y prepararon con esmero un plato de pasta. En aquella época Isabel empezó a aprender algo de cocina y a saborear cada vez más las noches entrañables con Luis. Él guisaba los primeros platos cuando tenían invitados y ella se había especializado en tortillas de patatas y ensaladas. La mesa redonda era ideal para sobremesas y tertulias con amigos.
El trabajo de Luís era un poco monótono y a él le aburría, pero siendo un empleo a tiempo indeterminado no se quejaba. Ella daba clases en un colegio y estudiaba para oposiciones, pues aún no tenía plaza fija. Fueron años felices en los que Isabel y Luís empezaron a conocerse de veras, hasta que pasó lo que pasó. Isabel tocando lentamente las rayas blancas que se entrecruzaban y formaban cuadros en la tela roja del mantel recordó el desconsuelo y el dolor atroz que sintieron tras la muerte del hijo recién nacido.
Isabel siguió mirando concentrada las rayas blancas, era como si en aquel momento se diera cuenta de que estaban descoloridas.
- ¿Te acuerdas? Lo compramos el día en que descubrimos que estaba de nuevo embarazada, le dijo a Luís mientras salía del cuarto de baño envuelto en  un albornoz azul.
Aquel mantel,  ideal para la mesa rectangular del piso nuevo, soportó las manchas de las papillas del primer bebé y  del segundo, que llegó al cabo de dos años.
A medida que pasaba el tiempo iban comprando otros manteles, pero el rojo era el que más les gustaba.
Los niños crecían y el mantel se iba gastando por eso Isabel decidió llevarlo a la casa de campo.
- ¿Por qué tanta añoranza? Se preguntó cuando iba sacando la mesa.
Luego pensó que podía meter el mantel en la lavadora con algunas toallas. Mientras la máquina ronroneaba, se sentó en una tumbona del jardín. Aprovechó el tibio sol otoñal y leyendo se durmió.
Se despertó con una poco de frío y entró en casa. Luís había salido y ella empezó a tender la ropa.
Antes de que se pusiera el sol, salió a dar una vuelta. Se citaron,  en la plaza del pueblo, luego fueron a tomar una copa en la taberna. El dueño del establecimiento había estudiado con Luís. Aquel día había pocos parroquianos, por lo tanto se sentó con ellos. Les contó que se sentía otra persona desde que se había separado de su mujer. Los problemas económicos lo habían paralizado. Sin embargo ahora estaba reaccionando y ni siquiera sentía tanto odio hacia su esposa.
- No sé lo que me ocurre, ya no me interesan las mujeres, no quiero volver a vivir con una de ellas, quiero dedicarme a todo lo que nunca he podido hacer, sin tener que dar cuentas a nadie. Les dijo despidiéndose de ellos.
Volvieron a casa un poco pensativos, ella no sabía si alegrase e apenarse por el tabernero.
Isabel salió al jardín para recoger la ropa tendida y notó en seguida que había desaparecido el mantel rojo. Todo lo demás estaba intacto.
Se puso como loca buscándolo por los matorrales.
Tuvo que resignarse y aceptar que alguien había cogido el mantel. Entró en casa y le dijo a Luís:
- Nos han robado el mantel.
- ¿Qué dices? No puede ser, está tan deslucido que no hay quien lo quiera, dijo él.
- Estaba  anocheciendo, por eso quien se lo ha llevado no ha notado que era viejo.
Mientras se lo decía, Isabel sacó de uno de los cajones de la  vitrina un mantel verde, que no poseía tanta historia como el que acababan de perder, pero que con el tiempo iba a alcanzarla.