lunedì 2 gennaio 2017

Las ventanas de Juana

 












Aquella tarde Juana estaba sentada al lado de la ventana, iba bien abrigada, con un chal de lana echado en la espalda, jersey grueso, pantalones vaqueros, calcetines de lana y zapatillas mullidas.
Había tenido la gripe por eso estaba un poco destemplada y no se atrevía a salir. Hacía un par de días que no paraba de toser, sentía escalofríos y mareos, sin embargo tenía sólo un poco de décimas de fiebre, por lo que pensó que era solo un gran resfriado, pero a medida que pasaba el tiempo se dio cuenta de que era una cosa más seria y de que debía quedarse en casa y dejarlo todo por hacer.
Apartó las cortinas, estaba anocheciendo, vio sólo su imagen reflejada en los cristales, luego sus pensamientos se trasladaron a otra ventana, la del local donde había ido la noche anterior.
Había quedado con unas amigas que veía poco, por eso no quiso postergar la cita y decirles que se encontraba mal. Se fue bien abrigada a la cafetería, entró en una gran sala casi desierta y buscó con su mirada a las tres mujeres que estaban en la mesa del fondo, junto a la ventana.
Al sentarse empezaron a hablar todas a la vez, como si les faltara tiempo. Al cabo de una media hora Juana miró el móvil, luego contempló la ventana que daba a un patio interior y pensó que no servía para mucho pues dejaba entrar poca luz, pero era grande y daba desahogo al salón. Volvió a mirar a sus amigas y tuvo muy claro que había que cambiar el rumbo, por eso les dijo:
- Dejemos ese tema y hablemos de otra cosa.
- Espera, espera ya falta poco, dijo Irene, insistiendo aún más en saberlo todo.
“ ¿Es el virus que me estropea la tertulia o soy yo quien me vuelvo menos tolerante?” Se dijo Juana.
Le encantaba estar junto a sus amigas, pero aquel día estaba un poco decepcionada, quizás porque cada una iba hablando por su cuenta, casi sin escuchar a las demás, pero eso pasaba siempre; lo que en realidad le molestó fue la frase inicial de Irene:
- ¿Qué tal va tu peque, Amelia, ya ha terminado los estudios?
- ¡Qué va, su lentitud me mata! Me gustaría que fuera rápida como el mayor de Clara.
Las cuatro mujeres tenían hijos de misma edad: unos estaban terminando la carrera, otros hacían prácticas en un hospital o estudiaban para oposiciones, algún que otro se había ido una temporada al extranjero.
Juana escuchó atentamente los inconvenientes que iban saliéndole a una de las hijas de Amelia, que era muy meticulosa y por eso tan lenta,  decía  su amiga o las peripecias para encontrar trabajo de un de los hijos de Clara, quien según su mamá, era muy inteligente, pero con poco nervio. Luego suspiró y pensó que nunca estábamos contentas del todo.
No le apetecía contar nada de sus dos hijos, de quienes ella en aquella época estaba orgullosa, porque ambos estaban empezando a abrirse camino en el mundo del trabajo.
Cuando le preguntaron por ellos fue muy escueta y dijo sólo:
- Están bien, la mayor sigue trabajando en el extranjero y el pequeño hace prácticas en una empresa de la ciudad.
La camarera les trajo bebidas y unas tapas que devoraron en un santiamén; mientras comían seguía saliendo de sus bocas palabras de  orgullo o  insatisfacción, según los casos. Ella no tomó casi nada, solo un vaso de cerveza.
Juana se sacó las gafas de vista cansada y se puso a mirar bien a sus amigas, era cómo si cada una intentara salir de sus miserias y se refugiara en los triunfos de los hijos. Quizás ella también lo hacía alguna vez y no se daba cuenta, puede que fuera una cosa natural que repiten y siguen repitiendo desde siglos todas las madres del mundo.
”¿Por qué hoy eso me incomoda tanto?” Se preguntó.
Le hubiera gustado que las amigas le hubieran trasmitido algún detalle bello de sus vidas o quizás una adversidad, pues tenéis que saber que a Juana se le daba bien consolar a la gente. Le encantaba transmitir todo lo positivo que sentía en su interior, apreciaba la belleza de la vida, las pequeñas cosas cotidianas, estaba contenta de lo que tenía, le interesaban todas las personas, quienes quiera que fueran, evitaba las riñas y los enfados, sin embargo a veces pensaba que que su filosofía de vida estaba equivocada, pues notaba que casi todo el mundo huía de la rutina, queriendo irse a cada momento de vacaciones o planeando  viajes.
El virus le daba flojera y no logró que dejaran de hablar de hijos.
Sin embargo al cabo de una hora las mujeres abandonaron exámenes, becas y empleos y  otras historias hicieron que el hilo de la madeja se fuera anudando, pero Juana seguía sin lograr prestar demasiada atención y su vista se iba perdiendo hacia la ventana postiza.
Cuando volvió a mirar a sus amigas se dio cuenta de que estaban comentando que el novio de la hija mayor de Amelia tenía una enfermedad sanguina y que tras una herida se le producían grandes hemorragias, luego hablaron de una de las tantas novias del pequeño de Irene, una finlandesa que veía al enamorado sólo en París dos veces al año, al final salió el tema de los consuegros de Clara que vivían como anacoretas en una pequeña isla de las Canarias y la conversación fue languideciendo hasta que Irene miró el reloj y dijo:
- ¡Qué tarde es, tengo que irme!
Mientras se ponía el abrigo, Juana le preguntó:
- ¿Cómo estás Irene?
Sin dar muchos detalles y de prisa como si no quisiera hablar de ello, les dijo que estaba contenta pues ya habían pasado cinco años desde que la operaron de cáncer de mama y que finalmente podría dejar los medicamentos que le daban muchos efectos secundarios.
Al salir del local, Irene desapareció a la vuelta de la esquina, Clara y Amelia se dirigieron con ella hacia la plaza. Hacía frío y las tres andaban despacio, bien cubiertas con bufandas, gorros y guantes, por las calles brumosas. Juana estaba un poco mareada y deseaba volver a casa, pero también  deseaba pasear con sus amigas, pues apreciaba mucho que hubieran querido acompañarla.
Se conocieron muchos años atrás, cuando los niños iban al parvulario, se ayudaron mutuamente, haciéndose de canguro y cuidando a los peques,  se consolaron cuando tuvieron problemas con maridos, suegras o cuñados, organizaron fiestas e incluso salieron juntas de vacaciones.
-¿Por qué hablamos siempre de nuestros hijos? Ya no nos pertenecen como cuando eran pequeños, dejémoslos en paz. Quiero saber cómo estáis vosotras, les dijo Juana.
Clara se animó contándoles que había días en que estaba fatal pues se sentía muy sola, pero que poco a poco iba superando la separación. Ya no sentía tanta rabia por su ex- pareja, el odio se había transformado en pena.
Luego terminó diciendo que la única cosa buena era que estaba muy unida  con su hija, quien la animaba y apoyaba sin cesar.
- No sé lo que haría sin ella, espero que no se vaya a vivir lejos de mí.
Amelia, la más dicharachera, habló de la depresión del marido, de las pastillas que tomaba y de las dejaba de tomar. Les dijo que en aquel momento él estaba de baja y no se levantaba de la cama durante todo el día, por eso luego trasnochaba pasando horas y horas en frente del ordenador, fumando sin cesar.
- Lo peor es que ya no le hago caso a sus rarezas, me he ido acostumbrando.
Luego añadió que sus dos hijas estaban muy encariñadas con ella y que por ahora no querían irse a vivir por su cuenta, se lo agradecía muchísimo, pues no lograba imaginarse una vida sin ellas.
- Yo quiero deciros que estoy muy contenta de que me acompañéis   a casa,  les dijo Juana.
Besó y abrazó a las amigas cuando llegaron en frente de su casa.
La imagen de las dos mujeres que se despedían de ella en la puerta  se fundió con la suya en los cristales de la ventana. Volvió la vista hacia la mesa, cogió un bolígrafo y escribió en un cuaderno:
Hay mujeres quienes están pendientes de los hijos toda la vida porque creen que es lo mejor, por eso viven compenetradas con ellos, otras en cambio quieren que se vayan de casa y que decidan por su cuenta. No es fácil para una madre decidir cuál de los dos caminos hay que seguir, a veces la inercia o las circunstancias llevan por un lado o por otro, otras veces la buena suerte hace descubrir atajos para lograr pasar libremente de una senda a otra.

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