mercoledì 12 ottobre 2016

Williamsburg

















Cada mañana me sentaba en el banco del jardín de nuestro apartamento de Brooklyn para leer y escribir, pero escarmentada del primer día, me espabilé poniéndome un repelente en la piel para alejar a los mosquitos.
Solíamos salir de casa hacia las diez, después de haber desayunado. Día tras día fuimos visitando las varias zonas o barrios de Manhattan: monumentos, rascacielos, plazas, avenidas, calles, edificios famosos, mercados, barrios étnicos, tiendas, museos, librerías, parques, etc.
Un día por la tarde fuimos en metro a Williamsbourg, un barrio popular de la parte norte de Brooklyn, donde Simón vivía y trabajaba. Él Nació en Santo Domingo, pero se fue a estudiar medicina a Barcelona, allí es donde conoció a nuestro amigo Víctor y donde empezó su gran amistad. Al terminar la carrera Simón se trasladó a N. York. A lo largo de los años los dos amigos siguieron en contacto y de vez en cuando hacían viajes juntos.
Recuerdo que en verano de 2001, alquilamos con Víctor y su mujer, una casa a orillas del mar en la Isla de Elba. Es allí donde conocimos a Simón. Me acordaré toda la vida el día que llegó a la isla. La carretera que llevaba a la casa blanca arrocada, donde las dos familias con los niños pasábamos el mes de julio, no estaba asfaltada y fue emocionante ver a Simón que sacaba la maleta del coche en medio de aquella polvareda. Era como si desembacara  directamente de N. York, iba vestido de blanco, unos pantalones de algodón y una camiseta, que contrastaban con su piel mulata. Pagó al taxista y en seguida nos contagió su buen humor.
Nos mostró la clínica, ubicada en una calle ancha de Williamburg, donde hacía años que trabajaba atendiendo a la comunidad hispánica.
- Últimamente algunas familias jóvenes con  hijos pequeños se están mudando a este barrio, porque es mucho más barato y tranquilo que Manhattan. ¡Y pensar que años atrás, por aquí había tiroteos! Nos dijo Simón mostrándonos una esquina en la que había un bar, con  parroquianos sentados afuera en  sillas desparramadas.
En cada sala de la clínica, había un cuadro, la mayor parte de  ellos eran de pintores catalanes, amigos suyos; él estaba muy orgulloso de que sus pacientes pudieran apreciar las obras. Era como si con el arte Simón quisiera regalar, además de la belleza, optimismo y ganas de vivir.
Fuimos a su casa y nos invitó a tomar una copa de cava, en la gran terraza ubicada en la parte de atrás de su apartamento. En medio de aquellos edificios de ladrillos, pensé que Simón tenía una vida muy bonita, pues había conseguido lo que deseaba, ayudar a los demás.
Por la noche fuimos a cenar a un restaurante de especialidades dominicanas. Simón iba a menudo a aquel local, por eso todo el mundo lo conocía y saludaba.
Tuve la sensación de cenar en un lugar de toda la vida, los platos a base de arroz, verduras y plátanos fritos, eran sencillos y sabrosos y el ambiente familiar.
Nuestro amigo siempre quería invitarnos, por eso tuve que apresurarme para que él no pagara la cuenta del restaurante.
Fui a la caja con mi tarjeta de crédito para que una señora, quizás la dueña, me cobrara. Luego les agradecí, a las dos mujeres con delantales blancos, la cocinera y la camarera, que estaban detrás de la barra, por la comida buena y el servicio impecable. Noté que ellas me miraban de una forma rara, había algo que no me convencía. Me fijé en sus labios que se movían como si quisieran sonreír, sin lograrlo.
- ¿Qué es eso “un quiero y no puedo” o “ un puedo y no quiero”? Me pregunté.
Simón que miraba divertido toda la escena, se acercó a ellas y les dio unos dólares, en seguida las mujeres se pusieron a reír, con grandes carcajadas, de aquellas que se  contagian. Allí caí en la cuenta de que en América siempre hay que dejar propina.
Al salir del local Simón nos acompañó a casa en coche, pero antes nos llevó a la Promenade de Brooklyn para admirar la vista de  Manhattan de noche. Era una maravilla.

1 commento: