martedì 25 ottobre 2016

Harlem















Una mañana fuimos a desayunar  a un pequeño café en Soho, con nuestros amigos americanos, Edgar y  Valerio, quienes habían vivido juntos algunos años en  aquel barrio de Manhattan. Para ellos fue casi un almuerzo pues comieron cantidad, platos a base de huevos y embutidos, nosotros en cambio nos conformamos con un zumo de naranja y unos bollos.  Edgar estaba muy acatarrado y después de haber charlado y reído, largo rato con nosotros, se marchó. Valerio en cambio se quedó con nosotros.
Él conocía muy bien La Gran Manzana, no solo porque nació en Little Italy, sino porque era historiador y años atrás hizo parte del grupo del Ayuntamiento de N. York que organizaba exposiciones y eventos artísticos.
Aquel italo-americano, enjuto y con aire intelectual, nos llevó a visitar la zona del West Village y de Chelsea, donde vimos  muchas galerías de arte. Nos iba contando la historia de edificios antiguos y de calles famosas, pero cuando llegamos en frente del local Stonewall Inn, su voz cambió, se le notaba emocionado.  Seguimos andando hasta llegar al barrio de Mildtown donde Valerio se despidió de nosotros porque tenía que ir a su despacho.
Por la tarde fuimos a la Central station. Recordé algunas escenas fílmicas en que los protagonistas, de prisa, de prisa, compraban un billete de tren, quien sabe para dónde, en las mismísimas taquillas de ahora. No habían caído en desuso como sucede siempre modernizando los edificios públicos del siglo pasado. Después visitamos la Biblioteca central y subiendo por las inmensas escaleras de mármol, reconocimos también una escena de una  película famosa de ciencia ficción.
Al día siguiente nos llamó Simón para invitarnos a dar una vuelta en coche por Harlem, la parte norte de Manhattan donde la población es casi toda afroamericana. Para llegar pasamos por el barrio de Bronx y tomamos una serie de autovías llenas de baches que nos hicieron brincar en el asiento de atrás.
Harlem nos pareció un barrio vivo y genuino, donde vivían personas de verdad, al contrario de la parte sur de Manhattan, que a menudo parecía un mundo de ficción. Era un lugar tranquilo, no vimos escenas de violencia como temíamos.
Había calles con casas adosadas estilo inglés, bien reformadas y arregladas.
- Últimamente se van mudando en el barrio nuevas familias, porque las viviendas son más baratas y hay más zonas verdes para los niños pequeños, nos dijo Simón.
Al anochecer fuimos a cenar a un restaurante típico de Harlem, uno de los más antiguos,  de comida casera y especialidades sureñas. Es allí donde conocimos a Nuria, una mujer dominicana con la que estuvimos muy a gusto toda la velada. Nuria no era tan solo alegre y simpática, era sobre todo sencilla e inmediata. Empezamos hablando de anécdotas y curiosidades de nuestros últimos viajes. Nuria dijo:
- A mí me encanta viajar, pero prefiero los países donde pueda ir a ver a un amigo.
Luego esperando que el camarero, un negrito muy alto y bien plantado, nos trajera los varios platos charlamos un poco de todo. Ella nos contó que algunos meses atrás se había mudado de Brooklyn a la zona norte de Harlem,  al separase del marido.
- A pesar de lo duro que fue divorciarme, estoy apreciando la vuelta que ha dado mi vida, porque he conseguido volver a ver a viejos amigos, he escrito de nuevo poesías y recién ahora estoy saliendo con Simón, a quien conocí años atrás.
Noté que las dos teníamos muchas cosas en común, además ambas éramos profesoras de bachillerato ¡ Qué coincidencia!
- Es todo un lujo sentirse  bien con una persona que acabamos de conocer. Pensé.
Nos despedimos de Nuria en la boca del metro, nos dijo que sentía mucho no poder trasnochar con nosotros, ya que tenía que  regresar  a  su casa  pues tenía una hija adolescente.
Fuimos en el diminuto coche de Simón a un local del East Village donde algunos grupos de músicos tocaban jazz.
Bajamos por unas escaleras empinadas a un sótano. Simón fue el primero en descender y sacó las entradas. El local era pequeño, sin embargo acogedor. Había pocas sillas libres. Me senté al lado de una chica asiática, quien al oírme hablar con mi hija, se puso a charlar conmigo en castellano y luego en catalán, diciéndome que había vivido un año en Barcelona.
De vez en cuando miraba a Simón, a mi lado, que bebía una cerveza, sonriendo y moviéndose al compás de la música. Lo ví feliz.
Volviendo a Brooklyn Simón, mientras conducía, nos contó que Nuria, veinte años atrás era paciente suya. Le pareció enseguida una mujer excepcional, pero en aquel entonces él estaba casado. A pesar de que su matrimonio no funcionara, temía que sus hijos fueran demasiado pequeños para soportar una separación, por eso se sacó de la cabeza a la chica mulata que tanto le gustaba. Ella se mudó de barrio y poco a poco se perdieron de vista. Simón algunos años más tarde, vendió su vivienda en Tribeca, que en pocos años se había puesto de moda, subiendo enormemente de valor. Con lo que sacó de la venta pudo comprar más de un apartamento en Williamsburg; luego se separó definitivamente de su esposa. En aquella época se dedicó a ayudar con ímpetu a sus hijos hasta que acabaron la carrera universitaria y por supuesto también a todos sus pacientes, además siguió viajando y viendo a sus amigos; hasta que un día Nuria volvió a su consulta. De esta manera nació su enamoramiento.
De madrugada la calle Carlton street de Brooklyn tenía algo especial,  brillaba como si le hubieran lustrado los ladrillos de las fachadas. Simón aparcó su coche entre dos árboles y allí nos despedimos. Sus abrazos fueron cálidos como aquella noche que habíamos transcurrido juntos.
Acurrucada en la cama, no por el frío sino por la mezcla de alegría y de cansancio que sentía, sonreí recordando el desayuno con Edgar y Valerio y la velada con Simón y Nuria.
- ¿Por qué me gustaban tanto las pequeñas cosas de aquellos días en N. York? Me pregunté, mientras empezaba a oír la respiración pausada del hombre que estaba echado a mi lado.
Quizás porque, como a Nuria, a mí también me encantaba viajar a países donde viviera algún amigo. Seguí reflexionando despacio hasta que mis ojos se fueron cerrando.













mercoledì 12 ottobre 2016

Williamsburg

















Cada mañana me sentaba en el banco del jardín de nuestro apartamento de Brooklyn para leer y escribir, pero escarmentada del primer día, me espabilé poniéndome un repelente en la piel para alejar a los mosquitos.
Solíamos salir de casa hacia las diez, después de haber desayunado. Día tras día fuimos visitando las varias zonas o barrios de Manhattan: monumentos, rascacielos, plazas, avenidas, calles, edificios famosos, mercados, barrios étnicos, tiendas, museos, librerías, parques, etc.
Un día por la tarde fuimos en metro a Williamsbourg, un barrio popular de la parte norte de Brooklyn, donde Simón vivía y trabajaba. Él Nació en Santo Domingo, pero se fue a estudiar medicina a Barcelona, allí es donde conoció a nuestro amigo Víctor y donde empezó su gran amistad. Al terminar la carrera Simón se trasladó a N. York. A lo largo de los años los dos amigos siguieron en contacto y de vez en cuando hacían viajes juntos.
Recuerdo que en verano de 2001, alquilamos con Víctor y su mujer, una casa a orillas del mar en la Isla de Elba. Es allí donde conocimos a Simón. Me acordaré toda la vida el día que llegó a la isla. La carretera que llevaba a la casa blanca arrocada, donde las dos familias con los niños pasábamos el mes de julio, no estaba asfaltada y fue emocionante ver a Simón que sacaba la maleta del coche en medio de aquella polvareda. Era como si desembacara  directamente de N. York, iba vestido de blanco, unos pantalones de algodón y una camiseta, que contrastaban con su piel mulata. Pagó al taxista y en seguida nos contagió su buen humor.
Nos mostró la clínica, ubicada en una calle ancha de Williamburg, donde hacía años que trabajaba atendiendo a la comunidad hispánica.
- Últimamente algunas familias jóvenes con  hijos pequeños se están mudando a este barrio, porque es mucho más barato y tranquilo que Manhattan. ¡Y pensar que años atrás, por aquí había tiroteos! Nos dijo Simón mostrándonos una esquina en la que había un bar, con  parroquianos sentados afuera en  sillas desparramadas.
En cada sala de la clínica, había un cuadro, la mayor parte de  ellos eran de pintores catalanes, amigos suyos; él estaba muy orgulloso de que sus pacientes pudieran apreciar las obras. Era como si con el arte Simón quisiera regalar, además de la belleza, optimismo y ganas de vivir.
Fuimos a su casa y nos invitó a tomar una copa de cava, en la gran terraza ubicada en la parte de atrás de su apartamento. En medio de aquellos edificios de ladrillos, pensé que Simón tenía una vida muy bonita, pues había conseguido lo que deseaba, ayudar a los demás.
Por la noche fuimos a cenar a un restaurante de especialidades dominicanas. Simón iba a menudo a aquel local, por eso todo el mundo lo conocía y saludaba.
Tuve la sensación de cenar en un lugar de toda la vida, los platos a base de arroz, verduras y plátanos fritos, eran sencillos y sabrosos y el ambiente familiar.
Nuestro amigo siempre quería invitarnos, por eso tuve que apresurarme para que él no pagara la cuenta del restaurante.
Fui a la caja con mi tarjeta de crédito para que una señora, quizás la dueña, me cobrara. Luego les agradecí, a las dos mujeres con delantales blancos, la cocinera y la camarera, que estaban detrás de la barra, por la comida buena y el servicio impecable. Noté que ellas me miraban de una forma rara, había algo que no me convencía. Me fijé en sus labios que se movían como si quisieran sonreír, sin lograrlo.
- ¿Qué es eso “un quiero y no puedo” o “ un puedo y no quiero”? Me pregunté.
Simón que miraba divertido toda la escena, se acercó a ellas y les dio unos dólares, en seguida las mujeres se pusieron a reír, con grandes carcajadas, de aquellas que se  contagian. Allí caí en la cuenta de que en América siempre hay que dejar propina.
Al salir del local Simón nos acompañó a casa en coche, pero antes nos llevó a la Promenade de Brooklyn para admirar la vista de  Manhattan de noche. Era una maravilla.

sabato 1 ottobre 2016

Brooklyn














Me desperté a las tres de la madrugada. Tardé un poco en  saber donde estaba.
- Estoy en Brooklyn, me dije.
En la oscuridad vi una luz tenue que provenía de la ventana que daba al jardín. Habíamos bajado los listones de las persianas, pero quizás no del todo, eso hizo que por las rendijas pasara un poco de luz del exterior.
- Menos mal, que ayer me olvidé de apagar la bombilla de afuera, dije para mis adentros.
Me levanté sigilosamente para ir al cuarto de baño. Me miré al espejo.
- ¡Qué mala cara que  tengo!
Volví a la cama. Tardé mucho en dormirme, lo hice mal y de forma intermitente.
A las seis y media volví a abrir los ojos, noté que estaba amaneciendo. Abandoné el lecho, pero me quedé unos segundos observando a mi marido que poco a poco iba conquistando la cama por todo lo ancho.
Al principio el agua del grifo salía fría, luego demasiado caliente,  por fin logré  graduar la salida del agua tibia. La ducha era pequeña, como todo el cuarto de baño, sin embargo funcionaba bien y el chorro de agua era potente, por eso pude sacarme el cansancio, que hora tras hora se me había pegado como una lapa en la piel.
Las toallas blancas eran suaves y daba gusto envolverse en ellas. Salí al jardín con el pelo mojado para leer y escribir el diario de nuestra aventura americana. Las plantas tupidas y las innumerables enredaderas le daban al patio un no sé que de salvaje.
En el centro, en un pequeño espacio libre de vegetación, había un banco con dos sillas de hierro pintadas de blanco.
Doblada entre dos páginas de la guía de la ciudad yacía la carta de Víctor, un amigo que conocíamos desde los años ochenta. Nos la envió a través de correo electrónico, desde el aeropuerto de Roma. Tenía cinco horas por delante, pues regresaba de unas vacaciones a dos pequeñas islas griegas del Peloponeso y debía atender el vuelo de vuelta a Barcelona. Durante la larga espera nos escribió una guía personalizada de todo lo que, según él, era imprescindible e imperdible en Nueva York, ya que conocía a dedillo Manhattan, porque allí había transcurrido con su mujer unos meses. Además iba a menudo a visitar a Simón, un compañero de la facultad y luego gran amigo suyo, quien se había instalado en los años setenta en el barrio de Tribeca.
Acabé de leer la carta, mientras mataba a un mosquito que me estaba picando en una pierna, luego sonreí pensando que en que aquella tierra, donde habíamos aterrizado pocas horas antes, se iban entrecruzando varias historias.
Hacia las ocho todo el mundo se despertó.
- Podríamos desayunar en el jardín, nos dijimos.
Cosa que no pudimos llevar a cabo por la gran cantidad de mosquitos que había. Tomamos el desayuno en la sala principal, siempre que podamos llamarla de esta manera, pues en ella todo era diminuto. En unos quince metros cuadrados había: en la esquina del fondo un mueble de cocina, que desgraciadamente disponía de pocos cacharros para guisar, al lado una mesa redonda pequeña, cuatro sillas desparramadas por la habitación, un escritorio cerca de la ventana, una butaca, tres lámparas de mesa, un mueble bajo y por último al lado de la puerta un sofá cama, recubierto con dos sábanas de color verde botella, donde dormían nuestros hijos. Fueron ellos los que la noche anterior, antes de acostarse, compraron en una tienda cercana, leche, café, pan, galletas, mermelada y cereales. Fue toda una delicia empezar el día desayunando en casa.
Salimos hacía las nueve, cada uno con  una mochila pequeña, una botella de agua  y un  buen calzado.
Antes de cruzar el puente de Brooklyn descubrimos los imponentes rascacielos de Manhattan.
- Ahora sí que empiezo a  apreciar la belleza de N. York, me dije.
Tras cada paso, por calzada peatonal del puente, nos parábamos para admirar la ciudad y para tirar fotos. Luego seguimos andando desde World Trade Center hasta Grenwich Village.
Fue el día que dio más de sí.  Andando sin cesar, pues aún teníamos en el cuerpo la adrenalina del día anterior. Recuerdo que nos gustó mucho pasear por la High Line, una larga vía de trenes mercantiles.
-¡Qué idea estupenda transformar una vieja e inutilizada vía elevada en un paseo ajardinado! Dijo mi marido, con la cámara fotográfica cerca de su cara.
Además de  turistas también había grupos de estudiantes, quienes,  charlaban o leían, sentados en  bancos de madera que había a lo largo del largo recorrido. Noté que muchos de ellos reían y bromeaban. Esto le daba a aquel lugar un aire  peculiar y ameno.
Quedamos para cenar con nuestro amigo Edgardo en Chelsea, por lo tanto no nos valía la pena volver a Brooklyn. Al atardecer fuimos al Whasington Park. Nos tendimos un rato en el césped para descansar. Había gente de todas las edades que gozaba del aire libre: un grupo de negritos parecía que se peleara, pues hablaban gritando, muchas personas comían y bebían, no se si merendaban o cenaban, otros jugaban a pelota,  algunos corrían, había también un malabarista y tres músicos  que atraían al  público en un gran corro y detrás de unos matorrales algún que otro vagabundo dormitaba. En los lavabos públicos me fijé en una chica que intentaba lavar su gorro. Me miraba como disculpándose, me hacía unos gestos raros con la cara, como si tuviera un tic. Ponía y reponía jabón, enjuagando el gorro sin cesar. Me dio pena, pues a pesar de su dejadez  se le notaba que había sido bonita.  
Soplaba un poco de viento fresco, sin embargo llevadero, el cielo estaba limpio, las tormentas del día anterior lo habían aclarado.
- Me gusta estar al aire libre en esa ciudad abarrotada de rascacielos y de gente. Jamás había visto tantas personas transitar a mi lado, millares y millares, de todas las razas, lenguas y culturas, le dije a mi marido, mientras esperábamos a nuestros hijos, quienes habían entrado en una tienda de ropa de segunda mano.
Edgar nos llevó a un restaurante italiano, ya que a él le encanta la pasta asciutta, pues le recuerda los platos que le preparaba su abuela materna, quien a principios de siglo llegó a América en un barco que zarpó de Nápoles. Estuvimos muy a gusto hablando, medio en italiano y medio en inglés, de los innumerables viajes que él había hecho por toda Italia y sobre todo de los viejos tiempos en que nos conocimos. Él vivió en 1985, por unos meses, en las afueras de Firenze.  Cada mañana  Edgar iba en coche a clases de italiano, un día subió a unos amigos nuestros, que hacían autoestop y  aquella misma noche lo trajeron a cenar a nuestra casa. A a partir de aquel día nació nuestra amistad. 
Edgar también nos contó anécdotas de los largos años en que vivió en Manhattan con su compañero Valerio y de su situación actual de soltero en Albany.  
Sentada en una mesa  ovalada, donde una camarera joven nos iba llevando manjares y llenando la copa de vino, miraba a nuestros hijos y veía que se estaban divirtiendo. 
- Edgar es muy irónico, lo celebra todo con risa. Me gusta esa tertulia tan especial, pensé, mientras me abrigaba, pues era molesto el aire frío que salía de los aparatos de refrigeración.
Nos despedimos de Edgar hacia las once, él se fue andando, pues el apartamento donde se alojaba por unos días estaba cerca,  nosotros volvimos a Brooklyn en metro. Al principio fue un poco difícil ubicarnos por los andenes, pero al final logramos dar con el tren  que iba a  nuestra zona. En el vagón, había pocas personas y nos pudimos sentar los cuatro.
Cogí el libro que llevaba en el bolso, pero al cabo de poco, mientras cruzábamos el Manhattan Bridge se me fueron cerrando los ojos. Al abrirlos  tardé un poco en  saber donde estaba.