lunedì 12 settembre 2016

Cruzar el Átlantico

Todo empezó a finales de enero. Recuerdo que era domingo, habíamos invitado a comer al hermano de mi marido y a su mujer, para hablar con nuestra hija, a quien no veíamos desde hacía muchos meses, viviendo el extranjero; además sus vacaciones de Navidad las había transcurrido en Perú, visitando a una amiga, quien en aquel entonces estaba trabajando en una ONG.
Abrimos con ilusión los paquetes, que contenían  regalos para cada uno de nosotros, que ella nos había enviado dentro de una gran caja de cartón.
Después de los postres charlamos con ella, pasándonos el ordenador; cada uno iba escuchando las anécdotas de la trotamundos y también contando algo propio. Cuando me tocó a mí, le comenté:
- Ya que este verano voy a cumplir sesenta años me gustaría cruzar el charco, pero me da igual el destino, Cuba, América del Sur o N. York.
Ella no dudó ni un segundo y me dijo con énfasis:
-Tenéis que ir a N. York.
- Puede ser una buena idea ir a Estados Unidos. No estaría mal que os apuntarais  tu hermano  y tú al viaje.
Luego ella siguió contándonos su recorrido por los Andes y mis palabras se quedaron flotando en el aire
Por la noche mientras leía en la cama me pregunté:
- ¿Por qué cuando le propongo a él un viaje largo no le entusiasma?
- Esa es una cosa bien extraña, pues él  planeaba las giras que hicimos por Europa con los niños, hasta que  tuvieron dieciséis años. A él le encantaban aquellas rutas itinerantes en furgoneta.
Luego añadía siempre hablando conmigo misma:
- Se que a él le parece una rareza que yo le hable de un vuelo transcontinental. Pero al fin y al cabo creo que  le va a gustar que  vayamos con los chicos.
Al cabo de unos días volvimos a conectarnos con nuestra hija, ella nos  comunicó que estaba buscando ofertas para volar a N. York.
- Me parece una barbaridad que a principios de febrero os pongáis a organizar mi verano, dijo mi marido rascándose nerviosamente  la cabeza.
- Es eso lo que le saca de quicio. Pensé.
Por suerte pasaron algunas semanas y a él empezó a gustarle la idea del viaje.
Fue un poco agobiante la búsqueda de vuelos, que fueran  baratos y directos, también nos desesperamos con los alquileres de los apartamentos en Manhattan.
A mí  quizás me interesan  más  las personas que los lugares, por eso a raiz de nuestro viaje escribí un correo a dos amigos quienes vivían en N. York. Me contestaron enseguida, dándome algunas indicaciones para el  alojamiento. Eso nos ayudó a dar con el que iba a ser nuestro apartamento en Carlton street de Brooklyn.
Los meses iban pasando, pero a principios de abril los pasaportes, pasajes aéreos, visados, seguros, etc, ya estaban listos.
Escribí de nuevo a los amigos de N. York y quedamos en que saldríamos a cenar alguna noche. El hecho de íbamos a  vernos me entusiamó.
Llegó el 20 de agosto, el día antes de nuestra salida, era un sábado bochornoso. Mientras preparábamos las maletas, escuchando la radio, caímos en la cuenta de que al día siguiente, a causa de la operación retorno, habría colas interminables en las autopistas. Nos preocupamos y decidimos que en lugar de salir, como habíamos previsto, a las nueve de la mañana hacia el aeropuerto de Milán, lo haríamos a las siete. Nuestros hijos se quejaron, pues sabían que probablemente habría que  esperar  bastantes horas en el aeropuerto e iba a ser muy aburrido. Nosotros insistimos y salimos temprano.
En realidad había mucho tráfico y algunas colas, sin embargo una vez dejado atrás el tramo Firenze-Bologna, dimos un suspiro de alivio, pues la situación mejoró. Luego nos paramos para poner gasolina en una área de servicio de la zona sur de la Pianura Padana, la cafetería estaba abarrotada de gente que desayunaba de pie. Las personas iban dándose codazos para poner, en unas mesas altas e incómodas,  una taza de capuccino y un cornetto. Una pareja sin perturbarse, comía con deleite, a mi lado, una pasta rellena de crema, mientras su niño en el carrito lloraba. Tuvimos que esperar bastante tiempo en la caja, tomamos un café y  un zumo de naranja y nos fuimos deprisa, abandonando aquella marea de gente hambrienta.
Dejamos el coche en un aparcamiento privado cerca del aeropuerto, un chófer de la empresa, cuya la nariz era muy grande y roja, nos acompañó al terminal con una furgoneta. Conducía como un loco, él hombre tenía prisa, en cambio nosotros no tanto, pues llevábamos mucha antelación.
Hacía un frío que pelaba en la sala de espera en frente de nuestra puerta de embarque, por eso tuvimos que ponernos pantalones largos y chaqueta, luego poco a poco nos fuimos acostumbrando a las temperaturas polares. Mientras comíamos unos bocadillos, noté que no éramos los únicos que nos habíamos traído la comida de casa. Otra familia, una pareja con dos niños, de unos seis o siete años, saboreaba unas lonchas de jamón, que iban sacando del envoltorio y poniéndolas entre dos rebanadas de pan. Por su hablar se diría que eran americanos, sin embargo aquel papel de charcutería me parecía una costumbre más latina que anglosajona. Luego nosotros  nos pusimos a leer y nuestros hijos fueron a dar una vuelta por las tiendas. De vez en cuando dejaba el libro en mi regazo y observaba a la gente de mi alrededor, la mayor parte, sea jóvenes que viejos, miraba hipnotizado la pantalla de un móvil o del ordenador portátil.
En el avión, el aire acondicionado soplaba sin cesar sobre nuestras cabezas, por lo que nos dieron una manta para abrigarnos. La mayor parte de los pasajeros, con los auriculares puestos, estaba pegado a las pantallas que había en cada asiento, donde pasaban películas y más películas, otros dormían; vi que poquísimos tenían un libro entre las manos.
Habíamos salido a las tres de la tarde, íbamos lentamente cruzando el Océano Atlántico y a medida que pasaban las horas la luz no disminuía, era un día sin atardecer.
En el aeropuerto todo fue complicado: las maletas tardaron en llegar, hicimos cola en frente de las ventanillas de control de inmigración, atendimos a que un empleado con cara de pocos amigos nos sacara las huellas digitales de ambas manos. Era como si fuéramos reses que van al matadero. Me fijé en una familia de árabes, a quienes les hicieron hacer los trámites varias veces y cuando nosotros nos marchamos  aún seguían allí.
Finalmente cuando salimos de aquel manicomio anochecía. Llovía sin cesar. En la parada de taxis una vigilante, negrita y muy gorda, que llevaba un chaleco amarillo, iba dirigiendo el tránsito, nos gritaba a los pasajeros indicándonos cuál iba a ser nuestro coche y a los taxistas, que iban llegando, cuáles serían sus pasajeros. Aún recuerdo su voz tan chillona.
Desde el aeropuerto a nuestro apartamento de Brooklyn tardamos casi una hora. Miraba por la ventana y esperaba con ilusión ver algo especial, en cambio observaba una periferia triste y desolada. En los semáforos noté que los conductores eran sólo hombres y casi todos negritos. Parecía una ciudad masculina, sin mujeres.
- Será por el cansancio que no logro ver la belleza del lugar, me dije.
El tráfico era verdaderamente caótico, en el taxi los asientos eran incómodos y el ambiente claustrofóbico, debido al cristal que  separaba el chófer de  los pasajeros, el taxista hablaba un inglés incomprensible, la calzada estaba llena de baches y los edificios parecían muy dejados. Sin embargo a medida que nos acercábamos al centro de la ciudad se iba disipando  aquel aire deprimente.
Dejamos un inmensa avenida y doblamos hacia la calle Carlton Strreet, formada por casas de ladrillo adosadas, de tres plantas. En la escalera exterior, que daba acceso a la primera planta,  había un hombre y una mujer, quienes se levantaron y nos hicieron señas al ver el taxi que se paraba.
- Deben de ser Lorna y su marido, los dueños de nuestro apartamento. ¡Pobres! Seguro que nos están esperando desde hace mucho, pensé, mientras movía los brazos y los sacaba por la ventanilla del taxi.
El hombre desapareció en seguida en el interior de la vivienda, la mujer se acercó hacia nosotros sonriendo. Lorna nos mostró nuestro apartamento, ubicado en la planta baja. Luego nos explicó las cosas prácticas de aquella minúscula casa, llena de muebles, cuadros, alfombras, libros, lámparas de mesa y almohadas, moviendo con agilidad su cuerpo esbelto y su larga melena blanca.
A pesar de mi agotamiento tuve fuerzas para imaginármela como era en los años sesenta: una muchacha rubia de cabellos largos y ropa de estilo hippy.
- Lorna nos acogió con cariño. Esa fue la primera cosa bonita de nuestro viaje a N. York, pensé mientras me acostaba en la cama ancha y confortable que ocupaba casi todo nuestro cuarto.






domenica 4 settembre 2016

Cioccolata















Matilde non ama particolarmente la cioccolata, forse perché non ci pensa mai a mangiarla; però ci sono dei giorni in cui, per tirarsi su, quando si sente stanca, apre il frigo, dove d'estate il marito, che è piuttosto goloso, tiene le tavolette di cioccolato fondente e ne prende un pezzettino.
Un giorno, in cui  non e' particolarmente affaticata, prima di uscire di casa, Matilde prende un quadretto  di cioccolata, lo mette in bocca e lo fa fondere piano piano, assaporandolo come se fosse la prima volta. Con la lingua trascina il pezzettino da una guancia all'altra, come se fosse una pallina di ping pong. Ad ogni lenta racchettata le torna in mente un'immagine lontana:
Si vede da piccola mentre la madre le prepara in cucina la merenda da portare a scuola, una fetta di pane  e cioccolato, che mette in cartella; ma alcune volte dimentica la merenda in classe e quando se ne accorge ormai  il cioccolato è tutta disfatto.
Poi da ventenne, lui le regala un bacio perugina, lei non lo mangia subito, lo mette in borsa e l'indomani lo trova quasi liquefatto.
Matilde quel giorno, chi sa perché, a occhi chiusi, cerca di sentire, non solo il sapore, ma anche la tessitura e  la composizione  di quella sostanza che tanti amano, poi si domanda:
- Perché prima non riuscivo sentire la sua bontà?
Nel frattempo la cioccolata si è sciolta completamente in bocca, ed è allora che la sua mano, come un automa, apre di nuovo  il frigo  e  prende un altro quadratino.