giovedì 18 agosto 2016

Lavarse a sus anchas
















La ciudad está amaneciendo silenciosa. El sol poco a poco empieza a calentar la vivienda que por la noche, con las ventanas abiertas de par en par, se ha ido refrescando. La mujer se despierta, observa al hombre que duerme a su lado y se levanta sigilosamente. Desayuna una taza de té con dos galletas. Al abrir la puerta de la calle desierta tiene la sensación de que está entrando en un plácido estanque de agua tibia y que camina lentamente tocando el fondo fangoso. En unos segundos las casas se convierten en vegetación tupida, el cielo está limpio, ella sigue andando despacio. Al dejar la parte alfombrada de la entrada, oye sus pasos que resuenan por los adoquines de la calzada y la imagen bucólica del lago desaparece de su cabeza. Hoy la mujer se ha puesto los zapatos de tacón y un vestido ceñido negro; en la mano derecha lleva un bolso rojo y en el hombro izquierdo una bolsa de deporte negra.
En el fondo de la calle ve al cartero, quien mientras reparte cartas cantando, a menudo echa piropos a las señoras. Aquella mañana también es muy complaciente con ella, por eso la mujer piensa:
- La verdad es que últimamente me arreglo con esmero antes de salir de casa. Si estuviera viva mi madre se pondría la mar de contenta viéndome tan engalanada. Lo que le hice sufrir, cuando tenía veinte años, con mis tejanos gastados, que no me sacaba de encima.
A esa mujer le apetece quedarse unos días en la ciudad desierta cuando está de vacaciones. Por la calle todo le parece lento: mira a la gente con más atención, oye sus voces, se detiene  para saludar al florista de la esquina, luego  compra el periódico y el vendedor le sonríe, eso le da mucha alegría.
Cuando no trabaja suele ir al gimnasio e intenta disfrutar el tiempo libre que tiene por delante, haciendo otras tantas cosas inusuales.
- ¡Quién le hubiera dicho a ella que iría a hacer ejercicios a un sitio lleno de máquinas raras, donde la gente se mueve escuchando música a través de auriculares o mirando la tele en una pequeña pantalla incorporada en los aparatos! ¡Ella que nunca había practicado ningún deporte!
Lo que le gusta más es la parte final, después de todo aquel esfuerzo.
En los vestidores hay seis duchas,  tres a la derecha y otras  tres a la izquierda. Ella se mete en una de las del fondo, la que no tiene puerta. Está sola y puede lavarse a sus anchas.
El  chorro potente de agua le devuelve el recuerdo de otro mes de agosto de unos veinte años atrás:
Cada mañana salía de casa de sus padres con sus dos hijos para ir a la piscina municipal. Iban a pie cargados con mochilas llenas de toallas, gafas y gorros. A veces, cuando se demoraban, tomaban el coche. Tenían el curso de natación a las once en punto. Al principio le pareció un mal horario, pues les impedía ir a la playa a las horas matutinas, que eran las mejores, pues la mar estaba plana, sin embargo luego se acostumbró y supo encontrar el lado positivo. Cuando inscribió a los niños le hablaron de un curso en el mismo horario para adultos y ella se apuntó.
Cada uno nadaba en su propio carril, solo una cuerda con flotantes blancos les separaba. Los varios instructores iban a su ritmo, dando órdenes y corrigiendo, sin preocuparse del barullo que hacían los chiquillos.
Aquel verano aprendió a nadar respirando por las fosas nasales; hasta aquel momento no es que no supiera hacerlo, lo que sucedía es que tenía poca técnica, por eso el haber adquirido la práctica de echar el aire por la nariz con la cabeza dentro del agua, la ponía de buen humor, pues le parecía un milagro.
Los recuerdos se le entrecruzaron con otras escenas de su vida aún más lejanas: se veía adolescente en el el pueblo, junto a los chicos de la pandilla, quienes cuando les veían a ellas, las muchachas que se bañaban, las alcanzaban y con sus manazas apretaban sus cabezas empujándolas hacia el fondo, calándolas completamente. Cada uno escogía su presa. Ellas tragaban agua y luego nadaban como perritos hacia la orilla. Al principio se enfadaban, pero luego cuchicheaban y reían.
- Era una manera de cortejar un poco brutal, pensaba mientras se agarraba al borde de la piscina, mirando como sus hijos seguían las instrucciones de los maestros de natación, en los carriles de al lado.
A las doce ella y los niños salían de la piscina y lentamente se dirigían a los vestidores, donde los demás niños se duchaban deprisa, pues las madres ya estaban afuera esperándoles. Ellos en cambio no tenían prisa, era demasiado tarde para ir a la playa y demasiado temprano para el almuerzo. Se sentaban en el banco de madera unos minutos, esperando su turno.
Se dejaban caer un chorro potente de agua por el cuerpo y luego para enjabonarse y lavarse el pelo tenían que pasarse el champú y el gel de baño por encima de los tabiques que separaban las varios cuartos de aseo.
Salían los tres con la piel arrugada por haber estado tanto tiempo en remojo, se secaban, se vestían e iban al bar de la piscina municipal a tomar un refresco, a veces un zumo de naranja, otras una horchata. Había pocos parroquianos, pues la mayor parte de los veraneantes estaba en la playa. Luego la mujer miraba cuantas monedas  le quedaban en el bolsillo y les decía:
- Niños vamos a llamar a vuestro padre.
Había un teléfono monedero colgado en la pared, cerca de la barra, tenía que poner una silla para que el pequeño llegara a ponerse el aparato cerca de la oreja.
Todavía recordaba lo contentos que estaban sus hijos hablando con su padre, le contaban cantidad de anécdotas; cuando las monedas se iban acabando, ella ponía la última, una de  venticinco pesetas, que había guardado para hablar con  él y le decía:
- Te echo de menos, pero estoy contenta de estar unas semana sin ti, porque de esta manera siento lo mucho que te quiero.
La mujer, se frota energicamente la espalda, se pone un poco de jabón en los cabellos y se enjabona delicadamente, se enjuaga y se queda quieta un buen rato; luego cierra el grifo del agua caliente, se pone el albornoz y se seca el pelo con la cabeza revuelta hacia abajo.
Sale del gimnasio sosegada, como si flotara por el aire, que cada vez es más caliente  sobre la ciudad, luego piensa en el hombre que ha dormido en su lecho y tiene ganas de oír su voz, por eso coge el móvil de su bolso y marca su número.
- ¿Te acuerdas de aquel verano en que los niños y yo te llamábamos desde el teléfono monedero de la piscina municipal? Le pregunta.



venerdì 5 agosto 2016

El peine perdido













Los objetos a veces tienen duende, se decía Jacinta, pensando en el peine que perdió el día en que ella y Ugo, su marido, fueron a una playa de la costa toscana, cerca de Pisa. Lo había puesto en la bolsa de lona negra, la que usaba para ir al gimnasio. Las toallas en la parte central, la crema solar, la leche hidratante y el peine blanco en una cremallera lateral y al otro lado los bocadillos, la fruta, algunas servilletas, un cuchillo y una botella de agua mineral. Estaba segura de ello.
Cuando salió del agua, se secó al viento y antes de echarse en la toalla abrió la bolsa negra, pero no halló el peine de plástico blanco. A ella le gustaba nadar y mojarse el pelo, pero sus cabellos eran tan finos que se le enredaban. Su cerebro ya estaba anticipando la acción que anhelaba, la que no podría hacer: se veía peinándose las marañas de su melena corta, que desde hacía tiempo se teñía de rubio.
- No puede ser. Es imposible que se me haya caído, pensaba mientras buscaba y rebuscaba el peine.
- No puc anar com una xixona, le dijo en su lengua materna a Ugo.
Él se puso a reír ya que le encantaban aquellas palabras, pues recordaba que eran las mismas que decía la madre de Jacinta cuando tenía que salir de repente y no iba arreglada, llevando una bata de estar por casa.
- Xixona ¿Querrá decir realmente descuidada? Quizás sólo hace parte del léxico dialectal de antaño del pueblo, lo tengo que averiguar, pensó Ugo, sentado en la sombra.
- No te preocupes, estás guapa incluso con el pelo revuelto, como una xixona, le dijo él, repitiendo con énfasis la ultima palabra, mientras cerraba el libro que estaba leyendo y se echaba al lado de su mujer sin  salir de  la sombra del parasol.
Todo el mundo la llamaba Cinta, había empezado su madre nombrándola con aquel diminutivo, pues no soportaba que su segunda hija llevara el nombre de la suegra. A Jacinta, le pesó un poco aquel nombre durante la infancia, sobre todo cuando pasaban lista en el colegio, le parecía que llamaran a otra persona; pero a medida que crecía, fue encariñándose con él.
Jacinta nunca había sido presumida. Su juventud en los setenta, no daba para mucho esmero, pues ella como todas las chicas llevaba pantalones vaqueros, jersey ancho o camiseta holgada y no se sacaba de encima las botas camperas. Sin embargo a lo largo de los años empezó a arreglarse cada vez más.
Ugo se tiró al agua y ella siguió sacando todas las cosas y registrando minuciosamente la bolsa negra.
- Nada de nada ¡Qué misterio! Pensó.
A la vuelta buscó el objeto perdido en los asientos y en el maletero del coche, sin hallarlo.
Cinta, fue a una tienda para comprar otro peine, pero no logró encontrarlo como deseaba, por lo tanto empezó a usar el de su marido, que  no le iba tan bien por lo tupidas que eran las púas. 
La búsqueda de su peine quedó postergada porque por aquel entonces habían planeado ir de viaje a Barcelona, junto a una pareja de amigos, que conocían desde hacía tiempo. Eran personas alegres y campechanas, por lo tanto a pesar de que fueran las primeras vacaciones que iban a pasar juntos, Cinta estaba segura de que se llevarían bien.
Víctor y Margarita pasaban  cada verano en una casa de campo a pocos kilómetros de la costa Norte del Maresme, por eso y porque era buenos amigos de Ugo y Jacinta, les habían prestado su piso, ubicado en la parte alta de la ciudad. Marga les esperaba en el portal cuando llegaron en taxi del aeropuerto de Barcelona. Cinta, besándola, pensó que era un lujo tener a una amiga tan complaciente, generosa, siempre afable, sencilla, sin ningún interés alguno por las ceremonias y formulismos.
Era una vivienda señorial del Ensanche, situada en el entresuelo de un edificio de principios de siglo, con una fachada modernista. Marga les asignó a cada pareja un dormitorio con sendos cuartos de baño.
Cinta se sintió en seguida a gusto en aquel nido, donde entraba la luz por los polos opuestos, la de la calle por un gran ventanal y la de atrás por un hermoso jardín. Los demás cuartos daban a patios interiores, por lo cual poco iluminados. Eso en lugar de ser un defecto convertía la vivienda en una especie de refugio, en que acogerse y sentirse seguro.
Lo primero que vio en el cuarto de baño, fue un peine blanco de dientes anchos, similar al que había perdido. Le pareció un buen presagio.
Los días dieron mucho de sí, visitando la ciudad. Sin embargo una de las cosas que más le gustó  a Jacinta fue volver a ver a su hija, quien vivía desde hacía cuatro años en Madrid. Llegó de la estación de Sants con  una mochila llena de entusismo. Habían planeado también ir todos juntos a pasar unos días a la playa, por lo tanto al cuarto día recogieron todas sus cosas y prepararon otra vez la maleta. Con las prisas Ugo se dejó las  camisas en el armario y Cinta puso, sin darse cuenta, el peine blanco de Marga en su neceser.
Fueron días muy amenos: nadaron, descansaron en la arena bajo una sombrilla de colores,  fueron a Girona y a la costa Brava. Además, como cada año Jacinta fue a ver a sus hermanos y sobrinos, quienes vivían en la aldea. Una noche cenó e hizo tertulia con ellos, otra la pasó con sus primos e incluso tuvo tiempo para visitar a dos de sus amigas de toda la vida y charlar un rato con ellas.
Jacinta no tuvo tiempo de ir al cementerio pero pensó mucho en sus padres, sobre todo una tarde, mientras estaba sentada en un banco de la iglesia, donde había acudido para el entierro de la madre de otra amiga suya.
Se había marchado del pueblo hacía casi cuarenta años, estaba contenta de ello, pero lo único que le sabía mal era el hecho de no haber podido estar presente cuando su madre se había caído y de consecuencia se había quebrado un hueso de la cadera y muerta al cabo de pocos días; tampoco estaba unos años más tarde, el día en que su padre tuvo un ataque de corazón.
Volvieron a Barcelona a pasar los tres últimos días de vacaciones que les quedaban. Jacinta depositó de nuevo el peine de Marga en el cuarto de baño, lo puso donde lo vio por primera vez, pero un poco escondido, para no equivocarse de nuevo y cogerlo distraídamente.
Víctor y Marga volvieron a Barcelona al atardecer del penúltimo día, no sólo porque se iban al día siguiente de vacaciones a una isla griega y tenían el vuelo de madrugada, sino también para despedirse y transcurrir la velada con ellos. En la parte alta de la ciudad aquella noche soplaba un poco de viento y pasear por las calles, casi vacías,  siendo el último fin de semana de julio  mucha gente se había escapado a las localidades de veraneo, era una delicia. Acabaron cenando en un local casero, un restaurante japonés que se hallaba cerca de casa, donde Víctor y Marga iban a menudo desde hacía varios años: los miércoles Victor invitaba a cenar a todos sus hijos con  sendos  novios  o novias, unas sobrinas que estudiaban en Barcelona y algún que otro amigo que caía por su casa,  por eso conocía tan bien al dueño, quien  los trató como reyes.
Jacinta hizo el equipaje la noche antes de salir, pero dejó el neceser en el cuarto de baño para poder usarlo al levantarse. Por la mañana, recogieron las últimas cosas, cerraron las maletas y la casa, luego dejaron las llaves en el buzón de la entrada. Al salir, mientras un transeúnte les tiraba una foto en frente de la fachada de la casa, Jacinta  no podía saber que deshaciendo la maleta hallaría en ella  el peine  blanco, que en realidad no era de Marga sino de Victor  y que volvería a pensar que los objetos a veces tienen duende.