mercoledì 6 gennaio 2016

El azar y la coliflor



Desde que hace frío dejamos la fruta y las hortalizas en el alfeizar de la ventana de la cocina. Pues en la nevera no cabe toda la verdura que suelo comprar los sábados en el mercado.
Aquel día amaneció soleado, sin embargo hacia mediodía unas nubes grises envolvieron y cubrieron los tibios rayos de sol invernal que tanto me gusta. Iba a salir para comprar el periódico y luego leer un libro sentada en una mesa de un establecimiento un poco destartalado que hay cerca del río. Tuve que cambiar de planes ya que el día empezaba a estropearse, di solo una vuelta por nuestro barrio y volví abrigada con una bufanda de lana suave y una boina roja.
Me entretuve un rato leyendo en el sofá los periódicos. Los domingos compro dos, el de siempre y otro que tiene una buena página cultural y que además desde hace un mes lleva consigo un pequeño libro de  relatos. Me encanta cada semana descubrir un nuevo  cuento o a un escritor desconocido. Aquel día leí un  relato breve de Joseph Roth: “Esta mañana ha llegado una carta”. Era la historia de un hombre solo a quien le cambiaba el rumbo de su vida, al recibir una carta.
Miré el reloj, aún era temprano para almorzar; me sobraba tiempo, quizás porque mi paseo había sido corto y mi marido aún no había llegado de su largo recorrido en bicicleta.
Cogiendo una mandarina del alfeizar, vi la coliflor, escondida entre acelgas, pimientos, cebollas y patatas.
- Voy a hacerla al horno con besamel, me dije.
Recordé la primera vez que había comido aquel manjar, era a finales de los años setenta. Nos había invitado a cenar un amigo pintor, quien llevaba una vida bastante descabellada. Vivía solo en una buhardilla pero cuando no tenía ni un duro  iba a comer a casa de sus padres. Su familia resultó ser muy simpática y amable, el hermano pequeño la mar de bromista, pero  a quien más aprecié aquella noche fue a la abuela. Ella era la cocinera, pero no quiso cenar con nosotros. Nos saludó al entrar y luego al despedirnos apareció otra vez en el pasillo, entonces vi que sus ojos emanaban amor y admiración hacia sus nietos. Su pelo blanco, su porte aristocrático y su bondad me infundieron ternura.
Mi marido volvió antes de lo previsto, ya que empezaba a lloviznar; como podéis imaginar la comida no estaba lista, pero por el olor fuerte  adivinó de que plato se trataba. Para qué mentirnos, después de hervir la coliflor tuve que abrir las ventanas y airear la casa, pero  no fue suficiente pues  aquel olor, casi desagradable,  se quedó flotando por el aire.
Preparé una ensalada rápida, después de comer nos recreamos leyendo en el sofá, a media tarde salimos a pasear hasta que empezó a llover de nuevo y nos metimos en un cine de barrio.
Por la noche puse la mesa con un mantel amarillo y por fin probamos la coliflor gratinada. Mientras comíamos, tomando una copa de vino tinto, pensé de nuevo en abuela cocinera,  la que me hizo probar  aquel plato y caí en la cuenta de que se parecía mucho a la señora Frida, nuestra vecina. Nunca había pensado en ello.
- Quizás a la señora Frida, le guste mi coliflor.
Al día siguiente fui a su casa con una fiambrera llena de coliflor gratinada.  Se puso contenta de verme y me agradeció, por la visita inesperada y por la comida que le había traído, dicéndome: 
- Ese plato nos encantaba a mí y a mi marido. El sabía quitar el olor fuerte de la hortaliza. Le añadía un poco de comino en el agua de cocción. Y me decía contento: ¿A qué sí, que huele poco?
Luego, mientras apagaba el hornillo donde había una olla humeante, contó que su marido era carpintero y que cuando se jubiló empezó a dar largos paseos por el campo. Tomaba un autobús a las nueve de la mañana y se iba hacia las afueras de la ciudad. Volvía de sus caminatas llevando consigo ramilletes de hierbas. Cuando hacía mal tiempo iba por los mercados a buscar hierbas medicinales. Luego siguió diciéndome con cara de pícara:
- Yo también tenía remedios para evitar el olor fuerte: ponía una miga de pan mojada en la leche en el agua de la cocción y también un chorrito de vinagre. Incluso a veces ponía una rodaja de limón encima de la olla, sin embargo él no sabía nada de mis trucos y siempre yo le iba repitiendo que su comino era milagroso.
Eramos vecinas desde hacía  más de veinte años. Al principio nos conociamos poco, nos saludábamos por la calle, sabía solamente que era la  modista y que hacía arreglos para todo el vecindario. Era discreta y de pocas palabras, pero cuando iba con su perrito  negro por la calle, era muy cariñosa. Lo mimaba como a un hijo sin embargo era firme y le exigía obediencia.
Hasta que un día le envié una carta con un breve relato que narraba la historia de su máquina de coser, está claro con mucha fantasía.
- Es la primera vez que alguien se fija en mí, que escribe algo sobre mi vida, me dijo  abrazándome y besándome en medio de la calle.
Desde entonces  la señora Frida, si pasamos muchos días sin vernos por la calle, me llama por teléfono; yo cuando puedo le toco el timbre para saber si todo anda bien.
El  día en que le llevé la coliflor  no me demoré mucho porque el reloj de  su cocina marcaba las doce y media. Recuerdo que el mantel de cuadros rojizos que cubría su mesa, puesta para un solo comensal, me infundió una gran ternura.



Nessun commento:

Posta un commento