venerdì 20 novembre 2015

La golondrina del coche


Fuimos juntos a comprar un coche nuevo.  Fue un milagro que nos reuniéramos todos, pues nuestra hija vive en  el extranjero y  nuestro hijo  no para nunca por casa.
El vendedor, bien trajeado, me repetía  con voz amable :
- Pruébelo señora, súbase y póngalo en marcha. Verá que va como una seda.
Insistía conmigo, pues veía que yo era la única que no estaba decidida del todo. Los hombres de casa, ya habían ido a probarlo la semana anterior y estaban entusiasmados. A nuestra hija le encantaba, por lo tanto yo tenía que dar mi parecer. Todos esperaban el veredicto final.
Sentí emociones antiguas, volvieron a mí imágenes, olores y sensaciones olvidadas: primero veo a mi abuelo que se presenta por la puerta trasera de nuestra casa con un coche gris de segunda mano y mi padre que lo rehúsa, unos días después mi padre entrando en el patio de casa, con un automóvil amarillo, novísimo.
Después siguieron otros coches, pues cada quince años o más,  hasta que no tiraban, mi padre los renovaba, nuestra historia familiar se podía resumir así: la época del coche amarillo, la del verde y por último la del beige. El verde quizás es el que recuerdo más, me gustaba la pegatina en el cristal posterior que decía el coche del año.
Mientras pensaba en aquellos vehículos que desde hacía muchos años yacían en el cementerio de cacharras, sentía un ligero malestar al tener que desprenderme de nuestro coche, pero luego animándome me decía:
- Es muy viejo, hay que cambiarlo.
Hacía casi trece años que lo teníamos, pero  no  estaba deslucido, ya que lo habíamos cuidado mucho. Nunca habíamos fallado las revisiones anuales y antes de emprender un viaje pasábamos por el taller mecánico. Sin embargo a lo largo de los dos últimos años la chapa había envejecido de golpe, se  había ido arrugando como la piel de un nonagenario. Había dos choques en la parte delantera, la puerta derecha estaba un poco rallada, el limpia cristales posterior blincado, el intermitente izquierdo  estropeado y sobre todo el color azul marino de los primeros tiempos había perdido su brillantez, el pobre cada día estaba más mustio. A pesar de todo yo estaba muy encariñada con aquel vehículo.
El día que fuimos a verlo no me gustó del todo, me parecía enorme,  como una furgoneta. Nos quedamos el modelo que estaba en el escaparate, a pesar de que el color no fuera de nuestro agrado,  nos hubiera gustado granate metalizado, pero no queríamos esperar dos meses a que llegara. Nos habíamos dado cuenta de que el que teníamos en aquel  entonces  era demasiado pequeño para nosotros y nuestros hijos, quienes en aquella época tenían unos diez y doce años e iban creciendo muy deprisa, por lo tanto lo cambiamos a pesar de que aún  fuera la mar de nuevo. Lo dejamos  en la concesionaria  y  recogimos el  azul un día por la tarde. A la vuelta condujo mi marido y lo aparcó cerca de casa.
Normalmente  íbamos al trabajo en bicicleta, pero cuando hacía mal tiempo o teníamos que hacer recados en otro barrio cogíamos el coche. Al día siguiente, lo estrené para ir a trabajar, pues llovía y pensé que luego podría ir al supermercado.
Le comenté a mi hija que podía llevarla al colegio. Las dos, con sendas mochilas cargadas de libros, nos dirigimos hacia el aparcamiento.
Me senté delante del volante, mis piernas empezaron a temblar y le  sussurré a mi hija:
- Me pasa algo raro, me siento perdida en ese cobijo de lata demasiado alto, largo y ancho.
Ella reía y me decía:
- No exageres, mamá.
Me espabilé y lo puse en marcha.
Enseguida me acostumbré y me adapté a su forma y dimensiones.
Con él hicimos largos itinerarios por Europa con  dos  tiendas de campaña a cuestas. En uno de los primeros viajes, recuerdo que nos paramos en el área de servicio de una autopista francesa y mientras comíamos unos bocadillos vimos unas golondrinas.
Los niños estaban entusiasmados. Mirábamos sin cesar aquellos pájaros negros.
A mi marido también se le veía muy contento. De pronto se levantó y se fue hacia una pared de cristales, que servía para proteger y aislar el ruido de la carretera. Era una bandada de majestuosos pájaros, algunos eran grandes, otros medianos y tres o cuatro pequeños.
Desenganchó  un  pajarito del borde de la pared acristalada, luego lo pegó en el cristal de la parte trasera de nuestro coche. Desde aquel día la golondrina nos ha acompañado a lo largo de todos nuestros traslados. 
Creo que voy a añorar un poco  el coche azul, sin embargo estoy contenta de nuestra decisión porque va a empezar para  nosotros  una nueva época,  la del coche blanco.





domenica 1 novembre 2015

Julia

    








Las noches de Julia eran intermitentes. No entendía porque  se despertaba al amanecer. En aquellas horas, que no pertenecen ni al día ni a la noche, su cabeza ya estaba empezando a funcionar, en cambio sus ojos permanecían  cerrados. Podría decirse que  por una parte añoraba la cama y por la otra estaba impaciente por levantarse. A veces le invadía un no sé que de ansiedad, quizás por las tantas cosas que debía hacer durante la jornada de trabajo y luego en casa o porque había heredado de sus padres el sentido de la responsabilidad y jamás quería llegar  tarde a ningún sitio. Finalmente abría los párpados y veía sólo tinieblas, sin embargo poco a poco la oscuridad se hacía más llevadera, un poco grisácea, como si se mezclara con un ligero resplandor. Con las manos buscaba las gafas encima de la mesita de noche, se las ponía y observaba atentamente el despertador. A veces se le caía el libro, el que solía leer antes de acostarse. Al cabo de unos minutos, no le costaba nada empujar su cuerpo y salir de la cama.
Aquel día notó una luminosidad tenue que entraba por las rendijas de la persiana. Aquellas franjas  podían ser debidas a las farolas de la calle o  a la luz del amanecer.
-Ojalá sea de día, se dijo, mientras miraba a su marido que dormía profundamente.
Era sábado y efectivamente clareaba. Julia había quedado a media mañana con una pareja de amigos, para ir a pasear por un bosque a las afueras de la ciudad, por lo tanto no tenía ninguna prisa.
- ¿Por qué me he levantado tan temprano? Se preguntó.
- Quizás porque, las horas matutinas son las mejores para leer o escribir, se dijo.
Desayunó despacio y luego se  sentó en el sofá del salón. Cogió el libro que había empezado la noche anterior y se puso a leer.
Hacia las nueve, todo seguía silencioso. Se preparó otra taza de té. Mientras sorbía lentamente la infusión, pensó que le gustaría estrechar entre sus brazos a su marido. Entonces Julia recordó el día en el que cumplió treinta años:
En aquella época, tras largas oposiciones para la enseñanaza, fue destinada a una ciudad lejana. Su marido, fue a verla y le trajo un regalo envuelto en papel amarillo, atado con una cinta de seda de color verde botella. Dentro de la caja había un libro muy bien encuadernado de un escritor checo, de quien ellos habían hablado días antes. El había apreciado mucho la lectura y ella había visto la película basada en la novela, cuyo protagonista se parecía enormemente al marido. La misma nariz grande, sin embargo bien perfilada, la mata de pelo negro rizado, los luminosos ojos marrones, los labios carnosos y el porte elegante. 
Aquel regalo le encantó. Mientras lo hojeaba, se vio sentada en una butaca roja de un cine casi vacío y sintió de nuevo una oleada de enamoramiento hacia su marido.
Recordaría toda la vida lo contenta que se puso cuando luego descubrió que en la caja, debajo del libro, había  algo más; un papel fino  escondía una combinación y unas medias de seda.
Se sintió otra mujer, cuando se puso aquellas prendas tan suaves.
Las llevaba  una noche, en la que fue a un restaurante a cenar con sus antiguas compañeras del colegio. En los lavabos se arremangó el vestido y le enseño a su amiga, Matilde, la combinación y las medias  finas, sujetas por un liguero.
- ¡ Ay qué guapa que estás! Yo nunca voy a dejar mis pantalones. Mis piernas destapadas parecen dos palillos y además me cohíbe ponerme ropa interior tan fina, sin embargo tienes que saber que últimamente, yo también me pinto y me arreglo  mucho. Mira mi blusa nueva. ¿Te gusta? Le preguntó Matilde y sin dejarle contestar, añadió:
- ¡Quién nos hubiera dicho que de mayores íbamos a ser tan coquetas y sensuales!
- Me encanta tu blusa y estoy contenta de que te gusten mis medias.
Se abrazaron y al volver  a la mesa, Julia observó detenidamente a sus amigas allí reunidas, por primera vez las vió distintas: casi todas estaban casadas o vivían en pareja, algunas  incluso tenían   hijos, unas eran  amas de casa, otras  trabajaban duramente para conseguir un sueldo decente, sin embargo todas ellas se habían convertido en mujeres  atareadas, siempre con prisas, haciendo dos o tres cosas  al mismo tiempo y tal vez con poco tiempo para ellas mismas; ya  les quedaba poco de aquellas  chicas progres de los años setenta, que no se sacaban nunca  de encima los vaqueros y las botas camperas, mientras dejaban fluir lentamente el tiempo, riendo, bromeando, charlando, discutiendo de literatura o  de la situación política y sobre todo,  soñando un mundo mejor  del que les había tocado vivir a sus madres o abuelas.
Oyó a lo lejos las campanas que anunciaban las nueve de la mañana. Sin hacer ruido entró en el cuarto donde su marido aún dormía y buscó a tientas, en el cajón del armario, las prendas de seda. Se las puso y luego entró de nuevo en la cama. Abrazó a su marido y se sintió como si fuera la muchacha de antaño.
Unas horas más tarde, paseaba por los bosques de Vallombrosa y escuchaba detenidamente el ruido que hacían sus  botas de montaña, pisando las hojas muertas. Miraba a menudo hacia arriba, admirando las tonalidades rojizas y amarillentas de los árboles. Alguna que otra vez se detenía y sonreía pensando en el tenue claror del amanecer de aquel sábado, el que le había dado el impulso para levantarse y transformarse en la otra  Julia.