lunedì 31 agosto 2015

La mascarilla














El otro día, fui a tomar una copa con Alicia, quien conocía desde hacía algunos años, a raíz de nuestro trabajo. Sin embargo aquella era una de las primeras veces que salíamos solas, normalmente  coincidíamos en una cafetería cerca del Instituto, donde  comíamos algo con los compañeros de departamento. Era un atardecer de finales de septiembre y todavía hacía calor. Aquel aire veraniego era un milagro, pensé mientras nos sentábamos en la terraza de un bar cerca del río.
- Hace tiempo que no charlamos. ¿Cómo lo llevas todo? Le pregunté, mientras bebía mi primer sorbo de cerveza.
Alicia, sonriendo, me dijo que finalmente había descubierto el secreto del tiempo lento y me contó la historia de la mujer de mascarilla, con  tantos rodeos, que no sé si lograré acordarme de todos los detalles.
Su charla empezó, haciendo un resumen de los veranos de su juventud y remarcó varias veces, que ambas teníamos suerte al tener  tantos días libres por delante. Siendo profesoras de Instituto gozábamos de dos largos meses de vacaciones.
Me dijo, con una mueca muy graciosa que, cuando sus hijos eran pequeños, las jornadas de julio se le escapaban de las manos, llevando o  yendo a buscar a los niños  a los campamentos en la montaña o  a los  cursos de verano, luego  viajando por el país en furgoneta. A su marido le encantaba conducir e iban recorriendo kilómetros y kilómetros por carreteras nacionales o comarcales a lo largo de las costas del mediterráneo y del cantábrico;  a medida que  pasaban  los años,  fueron haciendo nuevas rutas por el interior de la península, descubriendo, paisajes, ciudades, pueblos, monasterios u otras obras artísticas. A  principios de agosto solían ir,  Alicia y los niños, al pueblo de la costa valenciana donde vivían  sus padres.
En aquel entonces, ella y su marido pasaban  una semana solos en casa, eran sus vacaciones verdaderas y concidía cuando los niños iban de campamento. No querían marcharse lejos, emprendiendo un largo viaje, por si los  iban a avisar de que, uno de los  hijos se había puesto enfermo o tenido un accidente  en el bosque. En aquella época, a finales de los noventa, Alicia empezó a apreciar la lentitud de los días  trascurridos en su proprio hogar, los recordaba como momentos de libertad, sin obligaciones. Dejaba que los días se deslizaran suavemente y gozaba de la compañía del marido, que durante aquella semana solía trabajar menos. Por la tarde se sentaban en el suelo del salón, que era el único lugar fresco del piso, leyendo o escuchando música. Salían a pasear o a tomar una copa cada noche, por el casco antiguo. Solían caminar y charlar y charlar.
Bebió un poco de vino tinto de su copa y siguió diciendo:
- Pero este verano ha sido distinto pues, sin mis padres  y con los hijos ya emancipados, me he  podido entretener yo sola largos ratos en casa. Dijo eso con un poco de añoranza.
Años atrás, al quedarse viudo su padre pasaba una temporada con él, generalmente en julio. Su marido y los chicos llegaban al pueblo en agosto.
Hacía dos años que había muerto su padre, Alicia ya no iba tanto por el pueblo, sin embargo, seguía reuniéndose, unos pocos días de verano, toda la familia en la vieja casona, que desde entonces se había quedado completamente deshabitada.
El año anterior, se pasó  todo el mes de julio  preparando clases para el nuevo curso, ya que, tras una reforma escolar, cambiaron los programas de algunas asignaturas. E decir, sin darse cuenta, las vacaciones se le habían esfumado.
Volvió a recalcar que aquel verano era el primero  de su vida, en el que había tenido cuatro o cinco semanas sin planes. Sus hijos estudiaban o trabajaban lejos de casa, el marido salía temprano por la mañana y volvía al atardecer, por lo tanto trascurría sola, en casa, las calurosas jornadas, que se dilataban paulatinamente, como los metales  cuando se calientan al sol.
Al terminar el curso se dejó llevar por el frenesí y fue quedando con algunos amigos, para ir de copas, conciertos o cine a aire libre. Luego poco a poco dejó de llamarlos, pues le encantaba ir  paseando por la ciudad, a solas con su marido.
- ¿Qué hacía durante todo el día Alicia? Os preguntareis.
Tenía una rutina: por la mañana iba al gimnasio o a correr a lo largo del río, después desayunaba despacio, escuchando música, luego se dirigía al mercado, casi paseando, para comprar fruta y verdura fresca; mientras almorzaba, a base de ensalada mixta, guisaba platos veraniegos para que la cena con su marido fuera deliciosa; por la tarde, después de dormir la siesta, leía novelas y algún que otro libro de divulgación científica y a veces arreglaba sus apuntes. Ah! también me dijo que los miércoles se subía a la escalera portátil de madera y empezaba a quitar el polvo de los ventanales o de las vigas, antes de que llegara la chica de la limpieza.
Sin embargo, las tareas que, aquel verano, le habían cundido más fueron las improvisadas:
En una ocasión se quedó unos días más en la playa con una pareja de amigos, tras un fin de semana que pasaron en su casita. Su marido regresó a la ciudad el domingo por la noche. Le encantó estar sola con ellos, el hecho de leer y hablar bajo la sombrilla, pasear a su perrita, por la orilla del mar, cenar y hacer tertulia en el patio, fue como ver a sus amigos desde otro punto de vista.
Un mañana tocó el timbre del primer piso e luego del tercero.  En   cada  apartamento vivía una  señora de unos ochenta años.  Las dos vecinas  eran viudas  y  ambas tenían un perrito. Las invitó a que fueran a  merendar a su casa. Se lo pasó muy bien charlando con ellas. Escuchó con mucho interés, mientras tomaba una taza de té tras otra, la vida de las dos viejecitas.
Otro día dejó que una  amiga la invitara a pasar varios días en  la playa,  en la costa genovesa. Por casualidad su amiga en aquellos días estaba sola con la hija ventiañera y por consiguiente tenía en su apartamento un cuarto libre. Su amiga  se acababa de comprar una vespa y le encantaba conducir. Cada mañana salían de casa en moto, con la sombrilla y dos mochilas. Coincidió que en aquella época el hijo de Alicia estaba trabajando en un pueblo cercano, por lo tanto cada tarde podía ir a verla y bañarse con ella.
Quien sabe por qué, un día de finales de julio, se le ocurrió contestar a la llamada de un centro de belleza, que le ofrecía una limpieza de cutis. Primero les dijo que no, sin embargo luego aceptó.
Era una promoción de productos de belleza, para darse a conocer e incrementar sus ventas. A pesar de lo poco que le interesaban las cremas, intentó aprovechar aquella ocasión de relax.
Le pusieron en la cara una mascarilla de color gris, a base de barro y la dejaron unos diez minutos sola, sentada ante un espejo; primero observó las paredes del cuarto de color azul, luego miró los estantes repletos de tarros de cosméticos, toallas, espejos u otros cacharros para la depilación. Enseguida en lo alto, vio los dos pequeños altavoces por donde salía una música suave. Luego se quedó mirando al espejo y pensó en que era una mujer afortunada, disponía de mucho tiempo libre, el que durante todo el año había anhelado sin cesar. Estaba contenta, sin embargo, por primera vez reconocía que a menudo no sabía aprovechar aquel tiempo regalado.
Me confesó que  poco a poco su mente se tambaleó con el pensamiento de los malos ratos. Casi siempre eran tardes bochornosas en las que no podía salir a la calle, por el gran calor y a ella  le parecía que el tiempo pasaba despacio: se cansaba de leer y no sabía como matar las horas. Entonces  empezaba a verlo todo  negativo y sentía un ligero malestar, quizás porque estaba reflexionando obsesivamente sobre su vida y tal vez sobre su muerte.
Alicia me dijo que luego,  ante el espejo, le pasó algo muy raro, hizo una cosa que  no se le había ocurrido antes: hablarle  a la mujer reflejada,  mientras la mascarilla empezaba a secarse.
- ¿Por qué a veces me deprimo y me entristezco, cuando no tengo nada que hacer? Tendría que ser todo lo contrario.
La mujer de la mascarilla le contestó:
- A raíz de los momentos de aburrimiento uno puede entender lo que quiere decir, el tiempo lento de las personas mayores y de los enfermos. Quizás de esta manera nos vayamos preparando poco a poco hacia la vejez. Nadie nos enseña a ser viejo o a tener una enfermedad y aún menos a morir. Ya sería hora que aprendiéramos. Por lo tanto bienvenidas sean esas sensaciones de pesadumbre.
Alicia pensó en su su madre, quien, pocos años antes de morir, solía decirle que para ella y para  muchos ancianos, el atardecer era la parte del día más difícil de pasar.
Cuando le sacaron la mascarilla con una esponja húmeda, se volvió a mirar al espejo y  se dio cuenta de que era la misma de siempre, quizás su tez, al tocarla, era un poco más fina. Luego se fijó en  todas las arrugas y los surcos de la cara y sintió una specie de cariño hacia la mujer del espejo.
Desde entonces cada mañana se miraba sin gafas al espejo  y se veía guapa. Recuerdo que  recalcó  la palabra, gafas, dos veces, como burlándose de su vista cansada. 
Al final, cuando ya empezábamos a ponernos la chaqueta, porque soplaba un poco de viento fresco, me dijo:
- ¡Qué bobada, querer ser siempre jóvenes! Estoy segura de que tiene sus ventajas envejecer. Quiero aprender a apreciar la lentitud de la vida senil, para  estar preparada. Mucha gente cuando se jubila, lo pasa  mal. Yo quiero pasarlo  bien.
Volví a casa andando y pensé  en que Alicia siempre  me ponía de buen humor y  nunca dejaba  de asombrarme.



sabato 1 agosto 2015

Zucchine ripiene di ricotta





 Ricetta di zucchine ripiene di ricotta, piatto che Orlanda  di solito prepara, in "santa pazienza", con le zucchine del suo orto, nelle sere estive, quando invita gli amici a cena.


4 / 5 zucchine
1 cipolla
1  uovo
250 g di ricotta
parmigiano grattugiato
olio d'oliva
pangrattato

aglio 
prezzemolo


Lavate le zucchine e mettetele a bollire per circa 10 minuti in acqua salata. Lasciate qualche minuto le zucchine nell’acqua fredda per bloccarne la cottura.
Togliete le due estremità delle zucchine e poi le tagliate in due nel senso della lunghezza. Se sono molto lunghe, dividetele in due, quindi avrete 4 pezzi per eseguire il ripieno.
Con un cucchiaino raschiate la parte interna delle zucchine e mettetela in un piatto.
Prendete una padella, versateci dell’olio d’oliva e una cipolla tritata. Lasciate appassire un po' la cipolla e poi aggiungete  un battuto di aglio e prezzemolo,  per ultimo la polpa delle zucchine, che avete tenuto da parte prima.
Lasciate cuocere il tutto per 5 minuti circa, aggiungendo se è necessario un cucchiaino d’acqua calda. In un frullatore mettete la polpa delle zucchine preparata prima.
Aggiungete la ricotta, il parmigiano e l’uovo. Frullate il tutto. Disponete le zucchine su una teglia unta con dell’olio, poi con un cucchiaino, riempitele con il condimento di ricotta frullato.
Spolverate la superficie con del pangrattato e un po' d'olio di oliva, per fare  la cottura meno asciutta.
Dopo mettete la teglia in forno, preriscaldato a 180 C, per 30 minuti circa, fin quando le zucchine non risulteranno dorate in superficie.
Sfornate e lasciate intiepidire. Le zucchine ripiene meglio  servirle tiepide oppure fredde.