giovedì 21 maggio 2015

Nacer y morir a cada paso



Una mañana como tantas, al final de mis clases, cuando la campana acababa de tocar, una alumna me dijo que quería hablar a solas conmigo.
Salimos del aula y nos quedamos en el pasillo apoyadas en la pared.
La mayor parte de las veces los estudiantes, me cuentan sus problemas familiares: a veces sus padres se están separando o uno de ellos tiene un cáncer u otra enfermedad grave o alguien de la familia ha tenido un accidente o el padre ha perdido el empleo,  casi siempre son las chicas  las que  se quieren fugar con su novio o quieren abandonar la escuela y ponerse a trabajar u otras mil peripecias. En algunos casos, como la chica de aquella mañana, me dicen que se trata solo de cuestiones personales, que están pasando una mala temporada y que se sienten aplastados.
También se ha dado el caso de estudiantes muy ambiciosos, que estudian día y noche, para ser los mejores, pero que no siempre lo consiguen, pues siempre hay algo que se les escapa y también ellos sufren.
Algunos son chicos aparentemente integrados en las pandillas de amigos, otros son más solitarios, pero todos son inseguros y sobre todo infelices. A menudo hablo con chicas que luchan contra la anorexia, otras veces con quienes sufren ansiedad y deben tomar pastillas, no sólo para dormir sino que también para vivir.
Todos ellos dan la impresión de estar deprimidos y agotados, quizás por las tantas horas amargas en las que reflexionan y le dan vueltas y vueltas a su pena, sin lograr luego concentrarse en nada más.
- ¿Quién no ha sido infeliz durante la adolescencia? Replicaréis.
No se trata solamente de crisis relacionadas con la edad, creo que estos chicos no logran tener confianza en nada y por consiguiente no aprecian ni siquiera un poco la vida misma.
Aquella mañana mi alumna se puso a llorar desesperadamente, mientras me decía que sufría mucho, que le costaba levantarse por la mañana, que últimamente se  sentía  casi apática hacia lo que antes le emocionaba y acabó diciéndome que se veía un futuro incierto para sí misma, ya que su familia, que con muchos sacrificios, había emigrado años atrás, de  Albania a Italia, no tenía medios para costearle los estudios universitarios. Estaba afligida, yo la consolé y le dije que la ayudaría en lo todo lo que me fuera posible.
- Te voy a enviar un correo con la lista de los centros de enseñanza postgrado, en los que te vas a poder matricular el próximo año. Cuestan poco, te darán créditos universitarios y una buena formación. Le dije.
A veces, después de haber encontrado una solución práctica a los problemas de mis alumnos, para animarlos, intento transmitirles la belleza de nuestra existencia con dos palabras: nacer y morir. Y les hablo de las emociones verdaderas, las que van a ir experimentando a lo largo de la vida.
- Ponte en su lugar, quizás no le interese ¿Te hubiera gustado a ti que una mañana una profesora tuya de bachillerato, te hubiera echado un sermón? Me diréis.
- Pues si, me hubiera encantado que uno de mis profesores me hubiera dedicado algunos minutos, hablándome del sentido que para él tenía la vida.
A esa chica le conté algo de mí. Empecé diciendo:
Yo también pasé una mala temporada, a los treinta años cuando, a finales de julio, murió mi primer hijo a los  pocos días de haber nacido.
Mi bebé tenía en sus celulas un cromosoma  más de lo normal, vete  a saber por qué. Tras su muerte pensaba que todo lo que me iría ocurriendo, a partir entonces,  sería un fracaso, pero por suerte la vida da muchas vueltas y una mañana de finales de aquel verano tan caluroso, me llegó un telegrama, en el que se decía que, tras haber ganado oposiciones, podía ejercer como profesora de Instituto.
Me dieron una plaza en Grosseto. Tuve que desplazarme, dejando a mi marido en Firenze, buscar un apartamento, ir a vivir sola, conocer a nuevas personas y entablar nuevas amistades, es decir iba a empezarlo todo de nuevo y por supuesto debía superar la muerte de mi hijo.
- Todas esas novedades me curaron. Le dije a mi alumna, quien me escuchaba con mucho interés, quizás porque era la primera vez que le hablaba de mi vida.
Luego le seguí contando:
Al cabo de un año obtuve el traslado a una ciudad más cercana y me quedé de nuevo embarazada. El parto fue largo y difícil, pero cuando nació mi hija me olvidé de todo el sufrimiento y una gran felicidad  se apoderó de mí.
Dos años más tarde, llegó el varón.  De nuevo volví a sentir  la misma oleada de felicidad. Era cómo si en aquellos instantes hubiera tocado otra dimensión y por fin entendido lo que  significaba vivir.
Experimenté una sensación parecida el día en que murieron mis padres. Los dos tenían casi noventa años. Primero falleció mi madre y tras cuatro años mi padre. El gran dolor que sentí, mezclado con un bienestar eufórico, me hicieron penetrar aún más en la vida. Mientras mis padres se alejaban de mí, yo me acercaba a ellos. 
Aquella mañana, mi alumna, al despedirse, me dio las gracias, por haberle dedicado tanto tiempo.
Al cabo de unas semanas, la chica me dijo que seguía yendo a la consulta de un especialista, pero que estaba un poco mejor pensando en que todos somos iguales: nacemos, vivimos y morimos a cada paso, eso le daba consuelo.
- El secreto es entender y apreciar lo que la vida nos ofrece, aunque nos parezca poco, le dije pensando en los momentos difíciles de mi vida.
Terminó el curso y no supe nada más de ella.  Sin embargo a finales de verano recibí un correo suyo en el que me  comunicaba que había logrado superar el examen de admisión para la escuela superior de Moda y Diseño y que lentamente iba descubriendo la belleza de la vida.








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