venerdì 20 febbraio 2015

Dejen salir













 Era domingo, aquella mañana soleada y fría, en la que yo corría, a lo largo del río Arno. Mientras mis piernas avanzaban con grandes zancadas oía, a través de los auriculares del móvil, viejas canciones de Serrat. Faltaba poco para llegar al Ponte San Niccolò cuando empezó un disco que recordaba poco, Versos en la boca. Al oír una de las primeras canciones, el metro y la bella, empecé a correr más despacio para escuchar  mejor la letra.
Me saqué los auriculares, para contestar a unos turistas que me pedían que les indicara el recorrido para ir a Piazza della Signoria. Luego  siguieron otras canciones, sin embargo por mi cabeza sólo pasaba la imagen del metro de Barcelona.
El metro, me daba una sensación muy rara cuando de pequeña iba a la ciudad con mis padres. Entrando en la boca del metro sentía mi barriga un poco revuelta, quizás por haber madrugado para coger el tren, pero sobre todo por el miedo que le  tenía al médico.  Antes de entrar en la edad del pavo,  empezaron a llevarme a un especialista una vez al año,  para que me hiciera un chequeo, pues mi madre decía que era una etapa muy delicada y que  era  indispensable controlar el crecimiento, el desarrollo, la postura, ecc. 
Mis padres eran muy puntuales, si teníamos visita a las diez, salíamos del pueblo a las siete de la mañana, a pesar de que el viaje en tren durara sólo una hora y cuarto.
El olor del túnel subterráneo no me ayudaba a sentirme mejor, pero entrando en los vagones empezaba a desvanecer mi angustia. El metro estaba abarrotado de empleados, dependientes, asistentas, estudiantes y demás personas que empezaban su labor alrededor de las nueve. Yo los miraba, siendo bajita, desde abajo hacia arriba, mientras me rozaban y aplastaban. Al cabo de dos o tres paradas casi siempre podíamos sentarnos y entonces observaba mejor a la gente, echando de vez en cuando una mirada  al TBO, que mi padre me compraba en la estación.
Ya sentada en el vagón del metro olvidaba completamente todos mis pesares. El miedo de  ir al médico desaparecía de mi cabeza, mientras miraba la cara de una niña gitana, un poco mayor que yo, quien llevaba un ramo de claveles, que iba vendiendo. Siempre había uno que otro hombre canoso con gafas, quien leía con afición un periódico o un libro. Había también amas de casa, recuerdo que un día  me llamó la atención un capazo de esparto con rayas rojizas colgado en el brazo de una señora dicharachera, quien le comentaba a otra que le encantaba pasar por las Ramblas temprano para ir al mercado de la Boquería, no sólo porque había menos gente y el género era más fresco, sino porque al cerrar la puerta de casa dejaba atrás las quejas de su marido e hijos parados.
- El paro es una plaga para todos, prefiero salir de casa y no verlos holgazanear, decía casi risueña.
- ¿Qué es el paro? Le preguntaba yo a mi madre.
Ella me contestaba, diciéndome, primero que hacía demasiadas preguntas, luego  me explicaba que los parados son personas que no encuentran trabajo o que lo han perdido.
Un día un señor, que llevaba una barba blanca, estaba empeñado en entablar  conversación con mi padre, le contaba lo malo que era ser jubilado en la ciudad.
- Mi mayor deseo era y sigue siendo vivir en la aldea donde nació mi abuelo, en paz descanse, dijo eso al saber que nosotros eramos de un pueblo de la costa.
Tampoco sabía lo que significaba, en paz descanse, pero me gustaban aquellas palabras; esa vez se lo pregunté a mi padre. El me contó que era una cosa  que se les deseaba las personas que se habían muerto, para que pudieran reposar mejor donde se hallaran, si es que estaban en algún sitio. Entonces mi madre interrumpió nuestra charla, remarcando su religiosidad.
- En el cielo o en el infierno, ¿dónde quieres que estén los difuntos?
- Yo no creo que haya nada de nada después de nuestra muerte. Le dijo él.
- No digas tonterías, tiene que existir algo, de lo contrario sería una bobada nacer y por consiguiente vivir.
Menos mal que aquel día ya faltaba poco para nuestra parada, pues la discusión entre mis padres se hacía cada vez más animada.
Cuando se abrían  las puertas del vagón siempre nos costaba salir porque la gente de dentro apretaba y los de fuera entraban, sin  prestar atención al letrero que decía, dejen salir.
Siempre bajábamos en una de las estaciones nuevas de la parte superior del ensanche, tocando la Diagonal y al  salir al aire libre, mis entrañas empezaban  retorcerse de nuevo, a medida que íbamos llegando al portal de la consulta del médico.
El viaje de vuelta era más ameno, pero al principio no me podía sacar el mal gusto que me había dejado el doctor, quien, mientras me miraba desnuda, parecía un cochinillo, como el que asaban mis tíos en el campo una vez al año. No podía olvidar sus ojos rasgados que brillaban tanto, su cara gorda y rosada, los cabellos grasientos que le cubrían mal la cabeza casi calva, sus orejas puntiagudas que sobresalían, por encima de las varillas de las gafas de pasta. Su bigote se movía al compás de la nariz pequeña y chata por la que salían resoplidos rápidos. Pero la cosa más horrible eran sus enormes manos peludas que invadían mi cuerpo sin pedir permiso.
Cuando fui a estudiar a Barcelona aprendí a moverme por las principales lineas de metro. En aquellos años se matricularon muchos estudiantes en la Universidad, quizás por eso a mí me tocó un curso de tarde, que terminaba a las ocho o a las nueve de la noche.
Cogía el metro en la plaza Urquinaona para ir a la zona universitaria; tardaba casi una hora, ya que tenía que efectuar dos enlaces. Los pasillos eran largos y estrechos, llenos de mendigos, pidiendo limosna, cantidad de limpiabotas, músicos y todo tipo de vendedores, quienes intentaban ganar alguna peseta. Sobre todo durante el viaje de vuelta veía tantas personas raras.
En aquel entonces tenía dieciocho años, sin embargo me  seguía encantando observar a los demás e imaginar la vida que llevaban, como solía hacer de pequeña.
Sentada en el vagón,  mirando a los desconocidos que subían o se apeaban, soñaba con ser independiente, enamorarme, terminar la carrera y encontar trabajo.
Corriendo por el Ponte Vecchio mis pasos se hicieron más cortos, porque tenía que dejar pasar a los turistas,  fue entonces cuando  me llegaron, como una ráfaga rápida y suave,  los  recuerdos de un día del otoño de 1976, en el que mi vida cambió de ruta al subir al metro.
La tarde en que conocí a U. estuvimos tomando una cerveza con unos amigos en la Plaza Real y luego cogí con él el metro en las Ramblas. Cada vez que nos parábamos en una estación, al decirme él, ciao, con una gran sonrisa, yo sentía que mi barriga se movía, quizás porque pensaba que  él iba a bajar. No sabiendo su idioma, creía que aquella palabra tenía un solo significado, adiós; no caí en la cuenta de que también significaba, hola.
Mirando a la gente que cruzaba el puente pensé en que  casi todos mis sueños de aquel entonces se realizaron muy pronto: me enamoré, terminé la carrera en Firenze y encontré trabajo, conseguiendo ser independiente. 
Volví a correr más deprisa, como si un resorte me empujara, dejando atrás Piazza Santa Croce.
Cuando llegué  a casa me duché, mientras el agua se deslizaba por mi piel seguía pensando en el metro de Barcelona y no oí a U. quien entraba, tras volver de una vuelta en bicicleta con unos amigos. Al abrir la puerta del cuarto de baño me sorprendió  verlo, sonriendo le di un beso y le comenté que la mejor cosa que había ocurrido en el metro de Barcelona había sido nuestro enamoramiento.



domenica 1 febbraio 2015

Todo depende de la primera letra - Tot depend de la primera lletra











Sentada alrededor de un mesa rectangular con otros profesores, un mañana  fría de invierno escuchaba al director de una fundación científica florentina.
Oía atentamente la voz de aquel hombre canoso, sin embargo aún joven, quien nos proponía una cosa muy interesante: algunos de nuestros estudiantes, los que manifestaran mayor curiosidad y mejor estudio hacia las asignaturas científicas, irían una semana a la fundación, en la cual un tutor los iría siguiendo, podrían investigar y catalogar animales conservados en alcohol e instrumentos antiguos de física y química.
Luego habló una mujer de melena rubia y cara afilada, era la ayudante del director. Su boca hacía muecas raras, pero de vez en cuando sonreía. Ella nos contó que estaban empezando a poner en orden las colecciones de minerales y de fósiles. Nos habló también de invertebrados marinos. Nos dijo que tenían sobre todo lamelibranquios y  que  contaban con muchos ejemplares de biso. Nos  contó que el biso era un producto de secreción de una glándula situada en el pie de muchos moluscos, como los mejillones, que se endurecía en contacto del agua y tomaba la forma de filamentos, mediante los cuales se fijaba el animal a las roca. Acabó diciendo una cosa que me sorprendió: en algunas zonas de Cerdeña y de la costa de Liguria se usaban los hilos del biso para hacer encajes u otros tejidos de mallas con flores, figuras u otras labores, que se hacían con bolillos, aguja de coser o ganchillo.
Llamaban a estas fibras seta di mare, ¡qué nombre tan bonito! Pensé.
Biso, biso, biso, aquel término se me quedó grabado y rondó por mi cabeza toda la mañana.
Al acabar las clases volví a casa en bicicleta, la palabra biso aún rodaba conmigo, de pronto recordé que era la misma palabra, que mi madre pronunciaba cada mañana cuando me despertaba de pequeña. Si, tenía el mismo sonido, sin embargo otro significado. Quizás las dos cosas estaban relacionadas, las puntillas de la prenda que mencionaba mi madre y la seta di mare. Todo dependía de la primera letra.
Al llegar a casa cogí el diccionario y descubrí que la palabra viso, la prenda de vestir que usan las mujeres por encima de la ropa interior y debajo del vestido, la que mi madre quería que yo me pusiera cada mañana, se escribía con uve, ¡Qué decepción! Eran dos palabras distintas y ni siquiera tenían la misma raíz.
La primera, la fibra de los mejillones derivaba del griego, βύσσος, lino de la India, la segunda del latín visus, vista.
- Posa't el viso que així no passaràs fred. Me decía gritando mi madre al pie de la escalera.
Sin embargo desde que me vestía sola jamás me ponía viso, mi madre al principio se enfadaba, pero luego se resignó.
El viso para mí era una prenda inútil, quizás porque me molestaba al quedarse pegado en mis piernas. Me sentía más libre sin él, para jugar, saltar y correr por el patio de la escuela.
Por suerte en mi juventud todas las chicas  llevábamos pantalones y pasaron de moda los dichosos visos.
Hace unos años que descubrí la utilidad de esa prenda, la que nunca me había acabado de gustar.
Me compré una combinación de seda blanca y otra rosa para usar como camisones en las noches calurosas de verano.
Un día al ponerme un vestido fino, cuyo tejido era un poco transparente, pensé en que una combinación podía serme útil. Abrí el cajón, tomé el viso blanco y me lo puse debajo del vestido.
Mi madre murió hace unos siete años, a raíz de una caída al tender en el patio la ropa interior que había lavado a mano. La llevaron al hospital y allí murió al cabo de poco, acababa de cumplir 84 años. En el momento de la caída, como a lo largo de su vida, iba bien vestida, blusa blanca, falda negra y debajo una combinación de encaje y puntillas.
En su armario descubrimos, camisones, enaguas y otras prendas de seda muy hermosas, algunas habían sido de mi abuela, entonces pensé que le hubiera encantado saber que cada día voy apreciando más la belleza y la utilidad de los visos.


Tot depend de la primera lletra 
 Asseguda al voltant d'un taula rectangular amb altres professors, un matí fred d'hivern escoltava al director d'una fundació científica florentina.
Sentia atentament la veu d'aquell home canós, però encara jove, qui ens proposava una cosa molt interessant: alguns estudiants, els que manifestessin major curiositat i millor estudi cap a les assignatures científiques, anirien una setmana a la fundació, en la qual un tutor els aniria seguint, podrien investigar i catalogar animals conservats en alcohol i instruments antics de física i química.
Després va parlar una dona de cabellera rossa i cara afilada, era l'ajudant del director. La seva boca feia ganyotes rares, però de tant en tant somreia. Ella ens va explicar que estaven començant a posar en ordre les col·leccions de minerals i de fòssils. Ens va parlar també d'invertebrats marins. Ens va dir que tenien sobretot lamelibranquis i que comptaven amb molts exemplars de biso. Ens va explicar que el biso era un producte de secreció d'una glàndula situada al peu de molts mol·luscs, com els musclos, que s'enduria en contacte de l'aigua i prenia la forma de filaments, mitjançant els quals l'animal es fixava a les roca. Va acabar dient una cosa que em va sorprendre: en algunes zones de Sardenya i de la costa de Ligúria s'usaven els fils del biso per fer puntes o altres teixits de malles amb flors, figures o altres tasques, que es feien amb boixets, agulla de cosir o ganxet.
Anomenaven a aquestes fibres seda de mar, ¡Quin nom tan bonic! Vaig pensar.
Biso, biso, biso, aquell terme es va quedar gravat i va rondar pel meu cap tot el matí.
En acabar les classes vaig tornar a casa amb bicicleta, la paraula biso encara rodava a a dintra meu, de sobte vaig recordar que era la mateixa paraula, que la meva mare pronunciava cada matí quan em despertava de petita. Si, tenia el mateix so, però un altre significat. Potser les dues coses estaven relacionades, les puntetes de la peça que  tan agradava a la meva mare i la seda de mar. Tot depenia de la primera lletra.
En arribar a casa vaig agafar el diccionari i vaig descobrir que la paraula viso, la peça de vestir que fan servir les dones per sobre de la roba interior i sota el vestit, la qual la meva mare volia que jo em posés cada matí, s'escrivia amb ve baixa, Quina decepció! Eren dues paraules diferents i ni tan sols tenien la mateixa arrel.
La primera, la fibra dels musclos derivava del grec, βύσσος, que vol dir lli de l'Índia, la segona del llatí visus, que significa vista.
- Posa't el viso que així no passaràs fred. Em deia cridant la meva mare cada matì al peu de l'escala.
No obstant això des que em vestia sola mai em posava viso, la meva mare al principi s'enfadava, però després es va resignar.
El viso per a mi era una peça inútil, potser perquè em molestava al quedar-enganxat a les cames. Em sentia més lliure sense, per jugar, saltar i córrer pel pati de l'escola.
Per sort en la meva joventut totes les noies portàvem pantalons i van passar de moda els dichosos visos.
Fa uns anys que vaig descobrir la utilitat d'aquesta peça, la que mai m'havia acabat d'agradar.
Em vaig comprar una combinació de seda blanca i una altra rosa per usar com camises de dormir a les nits caloroses d'estiu.
Un dia al posar-me un vestit fi, el teixit era una mica transparent, vaig pensar en que una combinació podia ser-me útil. Vaig obrir el calaix, vaig prendre un viso blanc i me'l vaig posar sota el vestit.
La meva mare va morir fa uns set anys, arran d'una caiguda en estendre al pati la roba interior que havia rentat a mà. La van portar a l'hospital i allà va morir al cap de poc, acabava de complir 84 anys. En el moment de la caiguda, com al llarg de la seva vida, anava ben vestida, brusa blanca, faldilla negra i sota una combinació de puntes.
En el seu armari varem descubrir, camises de dormir, enagos i altres peces de seda molt boniques, algunes havien estat de la meva àvia, llavors vaig pensar quea la meva mare li hauria encantat saber que cada dia aprecio més la bellesa i la utilitat dels visos.