giovedì 23 ottobre 2014

La llave

Estar una hora y media en la calle, mirando y hablando con la gente que pasa, es todo un lujo. Nunca se me hubiera ocurrido observar los pequeños acontecimientos que tienen lugar, uno tras otro, en nuestra calle, hasta el día en que me olvidé la llave en la cerradura de la puerta del garaje.
Ya había llegado al gimnasio, situado cerca de la catedral, cuando me di cuenta de que no podía atar la bicicleta con la cadena y el candado, pues no llevaba la llave. Miré y remiré todos los bolsillos de la  chaqueta y cada cremallera del bolso.
- Pues nada, otra vez me he olvidado las llaves. Paciencia, voy a volver a buscarlas, me dije decidida a no perder más tiempo registrándome.
Soy un poco despistada, pues en poco días era la segunda vez que me ocurría, pero estaba segura de que iba a encontrarlas colgadas en la cerradura, por eso me marché tan deprisa hacia el barrio de Santa Croce.
Llegando en frente del garaje, en seguida vi que no había las llaves.
- Alguien se las ha llevado, esperemos que haya sido la inquilina del último piso, la señora Agostini,  a quien no le falla ningún detalle y que además,  siendo  tan cauta, intenta que no haya riesgos. Sin embargo puede haberlas cogido alguien que no tiene buenas intenciones, pensé un poco preocupada.
Empezaban a tañer las primeras campanadas que anunciaban las cinco de la tarde, cuando  los últimos niños, saliendo de la escuela, pasaban contentos y bulliciosos.
Una vecina nuestra, cargada con dos bolsas, salió del edificio donde vivimos que se halla  a pocos metros del garage y al verme  concentrada mirando a la derecha y a la izquierda,  me dijo:
- ¿Qué te pasa, has perdido alguna cosa?
- Estoy perdiendo la cabeza,  he  dejado  las llaves en la cerradura y ahora han desaparecido. ¿Te importaría dejar abierta la puerta de nuestro portal para que pueda dejar la bicicleta dentro? Le dije.
- ¡Pues claro mujer! Si quieres te abro mi apartamento para que esperes allí. Me dijo ella.
- No importa, me voy a quedar en la calle esperando a la señora Agostini, la que vive encima del garaje, esperemos que sea ella la que ha recogido mis llaves, de no ser así tendré que buscar un cerrajero.
- Vale, haz lo que creas mejor y que tengas suerte, dijo eso saludándome con una sonrisa, pues sus manos estaban ocupadas con los bultos que iba a llevar a la lavandería, según me dijo.
Empezé a caminar por la calle para matar el tiempo, pero de vez en cuando me sentaba en el peldaño gris de la entrada de un portal, entre nuestra casa y el garaje.
Llegó de pronto una furgoneta que se paró en frente de un local cercano al nuestro. Dos mozos descargaron un piano, abrieron la puerta metálica y lo pusieron con cuidado en la inmensa nave, llena de cachivaches y muebles antiguos. Era la primera vez que admiraba aquella  nave  con los  techos altos que formaban grandes arcadas,  pues siempre la había visto cerrada.
Uno de los chicos,  se puso a hablar conmigo, el otro se quedó callado pues era extranjero y no entendía muy bien el idioma del país. Mientras arreglaba las últimas cosas, se le veía contento quizás porque había terminado su dura labor. Me contó que se dedicaba a vaciar pisos en donde había muerto una persona sin familia o con parientes lejanos que vivían en otra ciudad y se desentendían de sus últimos enseres. El ayuntamiento solía indicarle quien había fallecido y le proporcionaba la dirección de la vivienda. El trato era que tenía que sacarlo todo, por consiguiente echando los desperdicios y vendiendo lo que que fuera aprovechable.
- El piano, siguió diciéndome, es muy viejo y en mal estado. No sé si valdrá mucho, pero por las innumerables partituras que hemos hallado en la vivienda, parece que el dueño del instrumento haya sido un gran músico. 
Al contarle yo las peripecias de la llave  perdida, noté que era un buen chico y que tenía ganas de echarme una mano.
- Hay mala gente que ronda por aquí. Si le han robado la llave, tendrá que cambiar la cerradura, pues le podría desaparecer todo lo que tiene dentro y  si me dice también que en el manojo estaban las llaves de casa, van a probar todas las puertas de los portales de la calle hasta que den con la suya. Diciendo eso miraba y remiraba la instalación eléctrica, la que hace subir automáticamente la puerta, que según él era la primera cosa que se tenía que desconectar.
Era quizás demasiado pesimista aquel muchacho, pensé. Luego le dí las gracias, me despedí de él y me puse de nuevo a la espera.
Pasó un coche pequeño, que se paró en frente de unas ventanas abiertas, de él descendió una mujer muy bien peinada, con un abrigo blanco y empezó a gritar:
- Mario, baja en seguida que tengo prisa.
- Ahora voy. Contestó un chico joven asomándose por la ventana.
La mujer debía de estar enfadada con alguien, pues se le notaba impaciente y con cara de pocos amigos.
Cuando el chico bajó para dejarle libre el aparcamiento, sacando del él un destartalado coche gris, la mujer le reprochó por su retraso y luego le siguió regañando sin cesar por cualquier tontería, como  a un niño pequeño, por eso  pensé que quizás fuera su madre.
Me dí cuenta de que en nuestra calle había  mucho movimiento, durante aquellas horas de la tarde. Algunas personas volvían del trabajo, otras salían de casa, la mayor parte transitaba por la calzada, a pie o en bicicleta, pocas por la acera; unos turistas se pararon para admirar el tabernáculo que se hallaba en la esquina. Un chico en moto, con la cabeza encerrada en un casco y una bolsa de deporte en los hombros, me reconoció y  me saludó. Luego caí en la cuenta de que era  un amigo de mis hijos.
De un coche azul oscuro me llegó una voz que decía:
- ¡Hola guapa! Te llamo para vernos un día de esos. Perdona  que no me pare, tengo prisa.
Casi no tuve tiempo ni de ver ni de responder a Carla, una amiga del barrio, que pasó  de modo fugaz, con su compañero al volante, mientras yo  me giraba.
Ya un poco cansada de esperar, envié un mensaje a  mi marido para que me diera el número del teléfono del señor Agostini, sin embrago él  no lo tenía memorizado en su móvil. Llamé también al administrador de la comunidad de vecinos y no consiguí nada.
Cuando ya estaba resignada a tomar en serio las premoniciones del chico del piano, vi a lo lejos  a una mujer  alta, quien con grandes aspavientos me llamaba. Acercándome a ella pude reconocerla, era la señora Agostini, quien me decía gritando:
- Tengo yo sus llaves, perdóneme si no le he dejado un mensaje en la puerta del garaje, pero es que llevaba mucha prisa. Deme su número de teléfono, para la próxima vez.
- Muchas gracias, aquí tiene mi número, pero espero que  eso no me ocurra nunca más ¡Qué cabeza que tengo! Menos mal que nadie me ha robado las llaves, hubiera sido un desastre.
Mientras pedaleaba de nuevo hacia el gimnasio pensaba que en realidad no había perdido la tarde esperando que apareciera la llave, al contrario había aprovechado bien aquel tiempo dilatado, descubriendo la vida que cada tarde bulle en nuestra calle.


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