mercoledì 27 agosto 2014

Llegar un día antes


Eulalia había pasado unos días sola en la casa donde había nacido. El caserón tras la muerte de sus padres había quedado deshabitado. Su hermana, quien vivía en el mismo pueblo, iba cada día a darle de comer al viejo gato negro y al empezar la primavera abría puertas y ventanas para que le diera un poco de aire a las paredes llenas de humedad.
El marido de Eulalia se había tenido que quedar en la ciudad por un trabajo urgente. Desde que los hijos eran mayores y casi independientes, ella llevaba pensando que le hubiera gustado estar sola unos días de vacaciones. ¡Qué mejor ocasión que aquella que el azar le estaba brindando!
Le hacía mucha ilusión poder ir a la playa, escribir, leer, ver a amigos y familiares, en fin moverse como le apetecía, pero sobre todo lo que más anhelaba era echar de menos a su marido y esperarlo con aquella  impaciencia tan  típica de los enamoramientos.
Los primeros días, a pesar de ser ya verano adentrado, fueron grises. En la vieja casa se sentía un poco sola, sobre todo de noche cuando oía ruidos en la planta superior, pero cuando el sol empezó a resplandecer, Laia, quien con este diminutivo desde pequeña la llamaba todo el mundo, por las mañanas se iba a la playa y alguna noche suave invitó a cenar, a sus amigas, luego a sus hermanos y al final  a sus primas en el patio que había hecho pintar de blanco.
Pasaba las horas muertas de la tarde, en las que todos dormían la siesta, arreglando la casa, rematando las paredes con un pincel y un pote de pintura blanca o limpiando el patio y lo que quedaba de jardín. Desde la muerte de la madre muchas plantas se habían secado otras estaban medio marchitas.
Con el coche destartalado, que había sido de su padre, iba al supermercado y a veces rondaba por las afueras del pueblo sin meta. Un tarde en la que lloviznaba visitó a sus tíos ya ancianos y por la noche conversó mucho con sus hermanos.
Otras mañanas nubladas las dedicó a arreglar cosas pendientes con bancos, notarios, gestorías, etc. Pero lo que le robó más tiempo fue la lavadora. Se había estropeado el día de la tormenta. Perdió horas esperando al técnico, quien a menudo se demoraba y vete a saber por qué sus citas caían siempre a primeras horas de la tarde, y al encargado del seguro quien, a pesar de ser más puntual, siendo tan  parlanchín no se iban acabando nunca los trámites para poder cobrar algo de aquella avería.
Al llegar al octavo día se dijo:
- hoy, que finalmente el cielo  es completamente azul, voy a quedarme en la playa todo el día.
A Laia le gustaba tirarse al agua y nadar un rato, luego se dejaba acariciar por los rayos del sol, sin embargo lo que le encantaba más era leer bajo la sombrilla, por eso no se quedaba muy morena.
Aquella mañana se plantó en la playa temprano. Poco a poco fueron llegando amigos y conocidos.
Una sobrina la llamó diciéndole que estaba libre y que si le iba bien podían verse.
- Encantada, podemos comer juntas en un chiringuito de la playa. Le dijo Eulalia contenta, pues le apetecía mucho ver a su hermosa sobrina.
Al cabo de poco sonó de nuevo el móvil. Era su hermana:
- Hola ¿ sabes quien esta delante de mí?
- No tengo ni idea, quizás sea el técnico que quiere comunicarnos que ha  surgido otro problema en lavadora, dijo Laia riendo.
- Pues no, aquí está tu hijo
- No me lo puedo creer, mi hijo tenía que llegar mañana.
- Pues chica, ha llegado hoy, ahora te lo paso.
El hijo, quien  estaba agotado ya sea por el viaje que  por  haber tenido que estar esperando en la calle mucho rato, la reprendió un poquito, diciéndole que era ella la que se había equivocado de día, que él se lo había dicho varias veces, que se cuidara porque a sus cincuenta  y pico de años ya empezaba a no entender nada.
Eulalia estaba tan contenta que se tomó de broma las palabras de su hijo. Su día de playa se había echado a perder pero él  estaba ahí, había llegado sano y salvo de sus vacaciones por la costa andaluza. Recogió la sombrilla y todas sus cosas y se fue corriendo hacia la casa. Lo abrazó  y notó que él también  la  estaba estrechancho entre sus brazos con fuerza y sintió un gran bienestar
Laia era feliz pues  se sintía acompañada, los ruidos nocturnos  desaparecieron y  la casa iba a teniendo más vida.
- ¡Nuca me hubiera imaginado que la llegada con antelación de un invitado pudiera ser una cosa tan maravillosa! ¿Por qué estoy tan eufórica? Se preguntó Laia sonriendo.
Reconoció que le había ido muy bien estar sola, porque en aquel momento deseaba intensamente dedicarse a cada uno de los seres queridos que iba llegando: primero su hijo, luego al día siguiente podría acariciar a su hija y por fin el viernes podría besar a su marido, a quien ya estaba echando de menos.










domenica 24 agosto 2014

Otoño en verano





Era el 28 de julio,  normalmente es una  de las fechas más calurosas del verano, en cambio aquel día bajar del avión quiso decir volver al otoño; pisando de nuevo mi tierra natal también significaba volver al pasado. Era una tarde gris y estaba a punto de llover.
El vuelo había sido muy movido en el buen sentido de la palabra, a causa de las numerosas turbulencias.
Los pasajeros no podíamos levantarnos de las butacas, donde teníamos que permanecer con los cinturones abrochados. Las azafatas con el carrito de las bebidas intentaban pasar, sin embargo de vez en cuando desistían y volvían deprisa hacia atrás.
Sentía que podía pasar algo pero en lugar de tener miedo me dije a mí misma para animarme: la muerte rápida es siempre mejor que un largo sufrimiento.
Tan pronto dejamos atrás el centro de la tormenta pude concentrarme en el libro que estaba leyendo, sin darme cuenta cerré los ojos y me quedé dormida.
Me despertó la voz del comandante que nos decía que íbamos a aterrizar. Me fijé que volábamos a través de una capa de nubes muy bajas. Tocamos tierra un poco más tarde de la hora prevista, con lo cual perdí el autobús que iba a un pueblo de la costa cercano al mio, por lo que tuve que esperar más de una hora. Lentamente y saboreando aquel tiempo en el que no tenía ningún quehacer me dirigí a la estación de autobuses ubicada al lado del aeropuerto.
Miré el reloj de la fachada principal de la estación: era la una y media de la tarde. Me senté en un banco y comí con gusto el bocadillo que me había preparado en casa antes de salir.
Masticaba despacio aquel pan, con tomate y queso pecorino tan rico, mirando a los chicos y chicas que subían al autobús para Barcelona.
El bullicio duró poco pues la mayor parte de los jóvenes se había marchado a la ciudad condal. Solo algunos de ellos iban a esperar el coche para a la costa. Me quedé quieta mirando las idas y venidas, escuchando las voces chillonas y oliendo el aroma del aire cargado de humedad. Hasta que oí una voz detrás de mí que me preguntaba algo en inglés.
Era uno de los tres chicos, que más tarde descubrí que procedían de Pistoia, una pequeña ciudad toscana llena de historia y de belleza artística, quien deseaba saber dónde estaba situado su  hotel que habían encontrado a través de Internet.
Yo le dije en su idioma que no lo sabía pero que yo se lo podía preguntar al conductor, quien dormitaba dentro del vehículo, para esperar a hora de salida.
El chófer era afable y hablador. Era gracioso oirle hablar con su acento de las Canarias. Les dijo a los jóvenes que su hotel estaba en el centro y ellos se tranquilizaron.
El conductor empezó a hablar conmigo y me contó que al llegar a Cataluña tuvo que adaptarse a otro clima y a otra forma de conducir. El primer año que trabajaba le cogió la gran nevada de mayo y lo pasó muy mal por la carretera.
Subimos al autobús mientras empezaba a llover.
El canario me habló de política, de economía y de los problemas laborales que sufría el país durante todo el viaje, como si estuviéramos solos alrededor de una mesa. El hecho de que yo estuviera recreada en la primera fila y que los pocos pasajeros estuvieran sentados en la parte trasera del vehículo hizo que tuviera lugar aquella tertulia. Cayó tanta agua que parecía que estuviéramos en otro país y en otra estación del año. La visibilidad no era muy buena por lo que el chófer iba conduciendo despacio y con prudencia. Aquel aguacero podía hacer desbordar algún riachuelo, pensé por mis adentros, pero no se lo dije al canario, pues lo veía  risueño y no quería echar a perder aquella charla tan amena.
Llegamos a una gran población, la más importante de la zona por el gran número de turistas que cada verano iban a pasar sus vacaciones, justo para coger el autobús que me iba a llevar a la estación de ferrocarriles.
Me despedí del conductor, quien por sus suaves palabras daba a entender que no temía los chubascos de verano.
- Parece un diluvio pero estoy seguro que no va a durar mucho. A mí lo que me asusta  es la nieve.
La gente se guarecía como podía, toallas playeras que servían de abrigo, sombreros de paja o sombrillas como paraguas. Era la vuelta del otoño dentro del verano. Me puse un chaqueta que llevaba en una maleta de mano y cogí el segundo autocar. Al caer varias veces mi maleta grande, que apoyada en el suelo se iba moviendo siguiendo las curvas, pude notar que la gente catalana seguía siendo muy amable, pues dos chicas me ayudaron a recogerla.
Mis hermanos, luego me lo dijeron, estaban preocupados por mí. Y yo por suerte pasando de estación a estación  no me había mojado mucho. Llegué a  mi pueblo en un momento en el que llovía menos.
No me perdí de ánimos y guareciéndome bajo los tejados de las casas llegué sana y salva a  casa de mis padres.
Llamé a mis hermanos para que estuvieran tranquilos y en seguida abrí todas las ventanas, pues al estar la casa cerrada  todo el invierno  parecía una tumba.
Mi hermana había puesto en marcha la lavadora, con sábanas y colchas que habían servido para cubrir los muebles. A mi llegada pude notar que la lavadora había dejado de funcionar sin haber terminado el programa:
- ¡Qué raro! me dije y sin pensarlo dos veces apreté el botón para que terminara el lavado. Luego puse un poco de pan en el tostador, para poder comer algo junto a una taza de té.
Para sentirme menos sola puse la televisión que estaba en el comedor. Mientras intentaba conectar un canal olí a quemado y oí un ruido como si fuera un lamento. Tuve un poco de miedo y me fui corriendo hacia la cocina.
Había mucho humo por las tostadas totalmente carbonizadas. Abrí de nuevo todas las ventanas y me dirigí hacia el lavadero desde donde llegaba aquel ruido extraño.
La lavadora no podía con toda su alma, se movía lentamente como apesadumbrada. El roce del bombo con algo hacía salir el ruido peculiar que parecía casi humano.
Me tranquilicé al apagar aquel aparato quejumbroso.
Salí con un paraguas a comprar víveres. Las calles estaban desiertas. Volví a casa empapada y tiritando de frío. Me puse ropa seca y preparé judías tiernas con patatas, plato que mi madre guisaba a menudo en verano.
Cené con la radio puesta para que me diera calor y compañía.
Dormí muy mal por el frío y por el ruido que hacían las puertas  golpeando a  causa del viento. Me levanté de madrugada para cerrar las ventanas de toda la casa y al volver de nuevo a la cama me sentí más tranquila.
El segundo día amaneció gris y triste. Estuve en la biblioteca y en casa de mis hermanos  con quienes charlé mucho rato. A veces pienso que es verdad lo que dice el refrán,  no hay mal que por bien no venga, que le gustaba tanto a mi padre, pues aquella vuelta al otoño hizo que el tiempo fuera más lento y que pudiera leer mucho y disfrutar de mis hermanos.
Por la noche miré  en la  tele una película que parecía interesante: era la historia de una pareja que se mudaba a la casa de sus antepasados, donde por la noche se oían ruidos sospechosos y pasaban cosas raras, como si hubieran fantasmas. Apagué la pantalla cuando la historia empezó a impresionarme.
- ¡Qué tonta que fui! ¿Por qué me puse a mirar aquella película estando sola ?
Aquella noche también dormí poco.
Por la mañana aún seguía lloviendo pero al atardecer escampó. Después de cenar fui a pasear por el casco antiguo del pueblo y aquella noche por fin dormí como un tronco en aquel cobijo donde habían vivido mis tatarabuelos a partir de principios del siglo dieciocho.
Al tercer día un sol maravilloso inundó la casa y entonces volver  para mi fue como me lo había imaginado siempre, una primavera dentro del verano: abrir las ventanas de par en par, ir al mercado a comprar pescado, fruta y verdura de temporada; admirar el color intenso del mar y nadar en sus aguas; leer con la piel húmeda bajo la sombrilla plantada en la arena gruesa; estar echada en la playa mirando el movimiento de las olas y cerrar los ojos sin darme cuenta, para despertar al cabo de pocos minutos y decirme ¿me he dormido?; lamerme la piel que sabe a sal; ducharme para sentirme guapa; preparar platos apetitosos en la vieja cocina que fue de mi madre y por último cenar y hacer tertulia con mis hermanos,  primas y  amigos en el patio recién pintado  de blanco.