domenica 10 giugno 2012

El cantante de habaneras - Il cantante di "habaneras"





Aquel domingo de agosto me desperté muy temprano. Mientras mi anciano padre aún dormía salí sigilosamente a la calle. La plaza de la iglesia, a pocos pasos de nuestra casa, aún estaba desierta, sólo pasaba alguna devota madrugadora, que iba a misa. Me senté en un banco y observé la fachada de la iglesia, quizás demasiado majestuosa para lo pequeño que era mi pueblo, pensé. Cuantos recuerdos míos salían del templo y se difuminaban en el aire. Las campanadas, que anunciaban las nueve, me llevaron de nuevo a la realidad, enviándome a comprar el periódico y unos dulces en la pastelería más antigua del pueblo, pues quería que aquel domingo de agosto fuese un verdadero día de fiesta.

A la vuelta, el pueblo aún estaba silencioso, a pesar de la hora. Llevaba conmigo el ordenador portátil y me senté en el banco de la plaza, que estaba más cerca de la biblioteca, intentando conectarme a Internet, como hice las pasadas vacaciones, sin embrago aquella mañana no funcionó.
Desde pequeña siempre me ha gustado levantarme antes que los demás y salir a la calle, para luego poder volver corriendo y contenta, pues sabía que tarde o temprano me iban a echar de menos, pero gozaba por haber conquistado algunos momentos de libertad.
A la vuelta mi padre seguía durmiendo. Pensé que tenia tiempo para ir donde él no podía y le hubiera gustado. Recordé que se lo había pedido el día anterior, a mi hermano: pots anar, diumenge a les deu del matì, al enterro d' en Marcel Aubanell Garriga?1 
El le dijo que lo sentía muchísimo, pero que no conseguiría ir al funeral, ya que tenia que a tirar unas fotos paisajistas a la desembocadura del río Tordera, aquella misma mañana. Mi hermano es un  fotógrafo aficionado y  su gran  pasión lo lleva a madrugar durante los días de fiesta.
Marcel Aubanell Garriga era uno de los amigos de mi padre. Era un poco más joven que él, pero se conocían muy bien, pues habían pasado muchos ratos jugando a las cartas en el Café Liceo, sobre todo en los últimos tres años, desde que mi padre se había quedado viudo.
La iglesia estaba cerca de casa, por lo tanto no me costaba nada ir y volver.
Así mi padre estaría contento, pensé.
Dentro del templo, abarrotado de gente vi los rubios cabellos de Montse, una amiga de mi infancia. Desde que, a los veinte años, me trasladé a vivir a la Toscana, ella sigue escribiéndome largas cartas, que las envía siempre por correo y no por email como todo el mundo. Nos quedamos las dos de pié, en el fondo, mirando a los habitantes del pueblo.
Al cabo de un rato llegó otra amiga que hacía muchos años que no veía, pues se había ido a vivir cerca de Girona y solo volvía al pueblo de vez en cuando a ver a su familia. Las tres nos cobijamos en la entrada del templo. Antes de la ceremonia hablamos bajito de nuestra vida y de la de nuestros ancianos padres. Parecíamos tres niñas pequeñas que cuchicheaban a escondidas de los mayores. Cada dos por tres nos decíamos que nos iban a reñir, oyendo nuestra espesa charla. La sensación de culpa que sentía al tener que esconderme mientras hablaba con mis amigas, me traía muchos recuerdos.
Me reconocía en la plaza, con un vestido veraniego de varios colores, quizás cosido con alguna ropa de mi hermana mayor, jugando alegremente con las amigas del barrio. Me veía luego entrando en la iglesia, oía mis sandalias nuevas que pisaban la nave lateral y recordaba aún la sensación de tristeza y de desamparo que me afligía.
El viejo rector de la parroquia me daba miedo, era sobre todo su voz ronca y baja, la que temía. La primera vez que me confesé con él, antes de la primera comunión, lo pasé muy mal, pues no entendía lo que me decía. El se enfadó y me agarró por el cuello poniéndome dentro del confesionario. Yo temblaba, mientras su baja voz penetraba por mis oídos, paralizando mi boca, de la que no salía ni uno de mis humildes pecados.
Miraba a mi alrededor y veía algunas caras conocidas entre la multitud. Otras eran como sombras envejecidas y tristes. Sus rostros me traían el recuerdo de algunos habitantes de mi pueblo que ya estaban muertos. Como, Bartolo, el viejo andaluz, con una pierna de palo, que vendía chucherías en la plaza o Anita, la comadrona del pueblo, que había ayudado a nacer a muchos de los fieless de
aquella iglesia.
Las tres habíamos ido al entierro por parte de nuestros viejos padres, quienes no podían moverse de casa. Por eso nosotras conocíamos muy poco a los familiares de Marcel Aubanell Garriga.
Montse, que es la que ha vivido siempre en el pueblo, nos contó la historia del finado.
Marcel Aubanell Garriga era
pagès2, como lo era mi padre y la mayoría de los hombres del pueblo. A partir de los años sesenta, cuando la costa catalana fue invadida por los turistas, los agricultores, uno tras otro, dejaron los campos y se fueron a trabajar a los hoteles o a otros establecimientos turísticos.
El difunto tenía unas fincas que había heredado de su padre, ya que era el mayor de tres hijos varones. Su mujer era muy devota, se sentaba muchas horas en el primer banco de la iglesia, iba siempre de luto y no le interesaba el trabajo de su marido. Tenían dos hijas solteras, que eran modistas.
A los amigos del café, donde iba a jugar a cartas, Marcel Aubanell Garriga, les decia:
qui sembrarà els meus camps quan jo em mori?2
Las cosechas no le daba mucho dinero, entonces, un día decidió ir a Barcelona a buscar trabajo. En el tren, que lo llevaba a la ciudad condal, encontró a un señor muy amable, quien, oyéndole cantar una habanera
3, le aconsejò que se especializara en el canto de esas melodías. El señor del tren fu su primer empresario.
Desde entonces, Marcel Aubanell Garriga, cantó en un coro, que pronto alcanzó una buena fama en toda Cataluña. Su voz era un portento, que animaba siempre las fiestas del pueblo.
Nunca vendió sus campos. Alquiló la mayor parte de sus fincas, pero se guardó un pedazo de huerto, que cultivó con amor hasta su muerte.
Gracias a Montse había recordado la bella la voz del difunto. Nuestras mentes volvieron a aquellos lejanos días de la
Festa major de nuestra infancia y adolescencia. Volví a casa, tarareando la melodía de la habanera que más me gustaba: el meu avi 4
Desperté a mi padre, que estaba mejor que el día anterior, pero que seguía con mucha tos y desde luego con un poco de mal humor. A sus noventa y dos años una bronquitis podía llevarle al otro barrio y eso lo sabia él mejor que nadie. Mientras desayunaba, le conté todos los pormenores del entierro y él me miró sonriendo, como diciendo: menos mal que aún no me ha tocado a mí.Sus ganas de vivir le hicieron desaparecer el mal humor. Noté que sus ojos brillaban de alegría, mirando el periódico y la bandeja de pasteles que yo había comprado.
No pronunció ni una palabra, pero yo leí en su cara: gracias por haberme despertado del sueño negativo en el que durante esos últimos días había caído, ahora pienso que vale la pena vivir a pesar de los pesares. La vida ha sido dura y áspera, como la tierra que he labrado, pero también ha sido bella porque he podido recoger los frutos de mi siembra. Aún quiero saber lo que pasa a mi alrededor, aún quiero entusiasmarme creyendo que llegará un mundo mejor y más justo para todos, aún quiero comer dulces y aún quiero estar sentado en mi butaca con nosotros.
Me senté a su lado y aprecié con deleite las bellas sensaciones que me había regalado aquel domingo de agosto.

1  Puedes ir, el domingo a las diez de la mañana, al funeral de Marcel Aubanell Garriga?
2  Quién cultivarà mis campo cuando yo me muera?
3  Es un tipo de canción, originada en Cuba a finales del siglo XIX, de ritmo lento
4 Mi abuelo


 Il cantante di habaneras
Quella domenica d'estate mi sono svegliata molto presto. Mentre mio padre ancora dormiva, sono uscita senza fare rumore. La piazza della chiesa, che si trova vicino alla nostra casa, era ancora deserta, solo si vedeva qualche vecchia devota che andava alla messa. Mi sono seduta su una panchina e mentre osservavo la facciata della chiesa, pensavo che era troppa maestosa per quanto era piccolo il paese.
Quanti lontani ricordi uscivano dal tempio e si perdevano nell'aria. Le campane, che suonavano le nove, mi hanno riportato alla realtà e mi hanno spedito a comprare prima il giornale e dopo un vassoi di dolci nella pasticceria più antica del paese, dato che volevo che quella domenica di agosto fosse un vero giorno di festa.
Ritornando a casa, sentivo il silenzio di un paese ancora addormentato. Portavo nella borsa il mio piccolo computer portatile, quindi mi sono seduta di nuovo su una panchina della piazza, questa volta vicino alla biblioteca comunale, per poter trovare una connessione Internet, come avevo fatto qualche mese prima, ma quella mattina non ha funzionato.
Già da piccola, sempre mi era piaciuto alzarmi prima degli altri e uscire per strada, ritornando poi in fretta a casa, perché sapevo che prima o poi si sarebbero accorti della la mia mancanza, ma ero felice di essermi conquistato alcuni momenti di libertà.
Al ritorno, mio padre ancora dormiva. Ho pensato che era presto e che avevo tempo di andare dove lui avrebbe desiderato, ma non poteva.
Ricordai che, il giorno prima, mio padre aveva chiesto a mio fratello se poteva recarsi al funerale di Marcel Aubanell Garriga. Mio fratello si era scusato moltissimo, rispondendo che non avrebbe potuto perché precisamente quella mattina aveva fissato per scattare delle fotografie paesaggistiche alla foce del riu Tordera1 
Marcel Aubanell Garriga, era uno degli amici di mio padre. Era un po' più giovane di lui, ma si conoscevano da molto tempo, perché avevano trascorso molte ore insieme giocando a carte al Café Liceu, soprattutto negli ultimi tre anni, da quando mio padre era diventato vedovo.
Era talmente vicina la chiesa alla nostra casa, che avrei fatto presto e mio padre sarebbe rimasto contento, ho pensato.
Nel tempio, gremito di gente, ho visto subito i biondi capelli di Montse, una mia amica dell'infanzia, la quale, da quando mi sono trasferita in Toscana, mi scrive delle lunghe lettere che mi spedisce per posta normale e non elettronica come fanno tutti.
Mi sono avvicinata a lei ed entrambe siamo rimaste in fondo della navata centrale guardando gli abitanti del paese.
Dopo poco è arrivata unaltra amica, che non vedevo da molti anni, dato che era andata ad abitare vicino a Girona e solo ogni tanto ritornava al paese natale, quando andava a trovare la sua famiglia. Noi tre amiche siamo rimaste in piedi all'entrata della chiesa e prima della cerimonia abbiamo parlato sottovoce della nostra vita, ma soprattutto delle malattie e degli acciacchi dei nostri genitori.
Sembravamo tre piccole bambine che sussurravano tra di loro nascondendosi dai grandi. Ogni tanto ci dicevamo che qualcuno ci avrebbe rimproverato per le nostre lunghe chiacchiere. La sensazione di colpa che sentivo, nascondendomi mentre parlavo, mi riportava molti ricordi.
Mi vedevo nella piazza della chiesa, con un vestito estivo di vari colori che mi piaceva, forse ereditato da mia sorella maggiore, giocando allegramente con le amiche del quartiere.
Mi guardavo poi entrare nella chiesa, subito sentivo il rumore dei mie sandali nuovi che calpestavano la navata laterale e ricordavo ancora la sensazione di tristezza e smarrimento che in quel momento provavo.
Il vecchio sacerdote mi infondeva paura, ma era la sua voce rauca, quella che più temevo. La prima volta che mi sono confessata con lui, per la Prima Comunione, ho sofferto molto dato che non capivo quel che mi diceva. Lui era arrabbiato con me e mi ha preso per il collo spingendomi quasi dentro al confessionale. Tremavo tutta, mentre la sua bassa voce entrava nelle mie orecchie, paralizzandomi la bocca, dalla quale non è uscito nessuno dei miei umili peccati.
Durante la funzione mi sono guardata intorno e ho visto alcune facce conosciute tra la folla. Diversi volti erano come ombre tristi e consumate di persone che avevo incontrato tanti anni prima. Alcuni lineamenti di altri anziani mi hanno ricordato abitanti del paese che ormai erano morti. Come Bartolo, il vecchietto andaluso, con la gamba di legno, che vendeva semi di girasole, noccioline e dolciumi vari in una piccola bancarella della piazza o come Anita la levatrice del paese, che aveva aiutato a nascere molti fedeli di quella chiesa.
Noi tre amiche eravamo al funerale al posto dei nostri anziani genitori, i quali non potevano muoversi di casa. Per questo conoscevamo così poco i parenti di Marcel Aubanell Garriga.
Montse, che era quella che aveva vissuto sempre nel paese, ci ha raccontato la storia del deceduto.
Marcel Aubanell Garriga era pagès2, come lo era mio padre e la maggioranza degli uomini del mio paese.
A partire degli anni sessanta, quando la costa catalana fu invasa dai turisti, i contadini, uno dopo l'altro, hanno lasciato i campi e sono andati a lavorare negli alberghi o altri stabilimenti turistici.
Il defunto aveva delle terre che aveva ereditato da suo padre, essendo il primo di tre fratelli maschi. Sua moglie era molto devota, sempre vestita di lutto, si sedeva molte ore delle giornata sulla prima panca della chiesa e non era interessata al lavoro di suo marito. Avevano due figlie nubili, che lavoravano come sarte.
Agli amici del Cafè Liceu, Marcel Aubanell Garriga, diceva:qui sembrarà els meus camps quan jo em mori? 2
I raccolti non rendevano molto, quindi un giorno ha deciso di andare a Barcellona a cercare lavoro. Nel treno che lo stava portando alla città, incontrò un signore molto gentile, il quale sentendolo cantare una habanera3, gli consigliò di specializzarsi nel canto di queste melodie. Quel signore diventò il suo primo agente.
Da allora, Marcel Aubanell Garriga, cantò in un coro, che ben presto raggiunse un grande successo in tutta la regione catalana. La sua bellissima voce diventò il richiamo più importante delle feste del nostro paese.
Non volle vendere i suoi campi, ma li diede in gestione, tenendosi un fazzoletto di terra per coltivare un orticello, con amore fino al giorno della sua morte.
Grazie alla mia amica, avevo ricordato la bella voce del defunto e le nostre menti erano ritornate a quei lontani giorni della Festa major4 della nostra infanzia e adolescenza.
Sono tornata a casa, canticchiando l'habanera che più mi piaceva: El meu avi5.
Appena mio padre si è svegliato, ho percepito che stava un po' meglio, ma che era infastidito a causa della tosse che lo aveva disturbato tutta la notte. A novantadue anni, lui sapeva bene che una bronchite curata male poteva causargli la morte.
Mentre faceva colazione, gli ho raccontato tutti i particolari del funerale e lui mi ha guardato sorridendo, come se mi volesse dire: meno male che ancora non è toccato a me.
La sua voglia di vivere ha fatto sparire il suo cattivo umore. Ho notato che i suoi occhi brillavano mentre guardava verso il giornale e il vassoio di pasticcini che avevo comprato.
E' rimasto in silenzio, ma io ho voluto leggere nel suo viso le parole che avrei desiderato che uscissero dalle sue labbra:
Grazie per avermi svegliato dal brutto sogno, nel quale ero piombato in questi ultimi giorni, adesso
penso che vale la pena vivere nonostante le sofferenze. La vita per me è stata dura , come la terra che ho coltivato, ma è stata anche bella, perché ho potuto raccogliere i frutti della mia semina. Ancora voglio sapere cosa succede intorno a me, ancora voglio entusiasmarmi, credendo che verrà un mondo migliore e più giusto per tutti, ancora voglio mangiare i dolci della domenica e ancora voglio stare a sedere nella mia poltrona accanto a voi.
Mi sono seduta accanto a lui e ho apprezzato con piacere le belle sensazioni che mi aveva regalato quella domenica di agosto.


1  Fiume Tordera
2  Chi coltiverà i miei campi quando io morirò?
3  E' un tipo de canzone di ritmo lento che ebbe origine a Cuba alla fine del secolo XIX
4  Festa del paese
5  Mio nonno

Nessun commento:

Posta un commento